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Columna
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1982

David Trueba

El anuncio de las sedes de los Mundiales de 2018 y 2022 tuvo componentes de película de suspense. Los actos de patriotismo informativo se sucedieron, transformando como ocurre siempre cualquier atisbo de objetividad en una traición derrotista. Todo es euforia, ilusión, buenos deseos. A eso contribuye también lo insondable de la elección, la irrupción de elementos humanos, demasiado humanos, en decisiones que se presumen de una trascendencia increíble, como si entre organizar los Mundiales o las Olimpiadas o no hacerlo se estuviera jugando el futuro de una nación. ¿No estará en juego más bien el futuro de la FIFA?

Funciona hasta tal punto la enajenación colectiva, que se valora la euforia de los habitantes por ser ungidos con el encargo organizativo. Se ha dicho que la candidatura británica se vio dañada porque varios de sus periódicos se han dedicado a destapar algunas tramas de amaño entre los agentes decisivos. Y es que estos británicos no van a cambiar nunca, empeñados en saber la verdad hasta en las catacumbas del poder. Quizá Rusia y Qatar son más compasivos con las debilidades humanas. Como contrapeso, el presidente de la federación española arrancó aplausos entre los delegados asumiendo la limpieza y compromiso moral de la decisión.

Para España la unión ibérica era una metáfora hermosa, quizá falsa. Vivimos a una distancia inadmisible de Portugal; la trenza de este Mundial podría haber sido una ocasión para acercarnos. Había algo incluso más trascendente, la enmienda del pasado. Reescribir nuestro tropiezo de 1982, esa gafada tradición que nuestros futbolistas lograron sacudirse en los últimos cuatro años, con triunfos incontestables. Naranjito e Imarchi, con su emotiva precariedad, siguen representando algo de la España eterna, nadie sabe muy bien qué, pero que nos genera un malestar genético. Si algo hay que agradecer a la decisión sobre este negocio deportivo que son los Mundiales, es que nos obliga a seguir conviviendo con nuestras señas de identidad, con los traumas sin superar. Tendremos que seguir avanzando sin atajos ni desmemoria, sin renunciar a esa fecha casi orwelliana, 1982, cicatriz en nuestro ADN. El pasado ni se borra ni se reescribe, siempre es presente.

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