La armonía y la muchedumbre
Tres voces prístinas, a menudo, tomadas de dos en dos. Un bajo y un par de guitarras, tanto da si acústicas o eléctricas. Estrofa, estribillo, estrofa y vuelta a empezar. La fórmula resulta muy clásica, desde luego; lo difícil es lograr que funcione. Los escoceses Teenage Fanclub llevan más de cuatro lustros acreditando esa bendita habilidad, así que en la madrugada del sábado al domingo solo quedaba margen para rendirles honores, alzar los brazos y corear un puñado de melodías tan bien trenzadas que parecen escritas 40 años atrás, cuando el pop era un artefacto soleado e incontenible.
Tal era el menú de la velada: sabrosísimo. Pero luego influyen las circunstancias, y estas fueron indecentes. A las doce y media de la noche, poco antes de que Norman Blake y los suyos comenzasen a desgranar el repertorio, más de 100 personas guardaban cola en la calle, al raso y ateridas por el frío invernal. Todas contaban con la pulserita de entrada al festival Primavera Club, pero sus esfuerzos resultaron baldíos: cuatro plantas más arriba, y con los ascensores inutilizados, la Sala de Columnas era un enjambre infernal de suelo tembloroso.
No hubo forma de gozar dignamente de los nuevos temas del grupo
Como el Primavera se reparte entre salas de capacidad divergente, sus responsables se aferraban al argumento de que los recintos disponen de "aforo limitado" y adoptaban aires de ideólo-gos zen cuando algún damnificado les exponía su irritación. Por cierto, ignoramos si los integrantes de la fila callejera tenían unas ganas locas de ver a Teenage Fanclub, pero a algunos de los afortunados que se colaron en el concierto les habría dado lo mismo tener enfrente a Al Bano y Romina Power: se habrían aplicado de igual modo a la cháchara y la exaltación de la amistad.
Quedaba la opción de abstraerse, jugar con los codos y procurarse un hueco entre la muchedumbre para disfrutar de Blake, Gerard Love (bajo) y Raymond McGinley (guitarra principal), alineados al frente del escenario y alternándose en la defensa de un cancionero sumamente gozoso. Pero en ese ejercicio de bonho-mía prenavideña había que olvidarse también del sonido, infame durante toda la madrugada: apelmazado, reverberante, indescifrable. Si la mala acústica constituye una herida mortal para cualquier música en directo, se convierte en guillotinazo fulminante en el caso de una banda que ha hecho de las armonías vocales su ADN.
Fue una lástima, pero no hubo forma de gozar en condiciones dignas de los nuevos temas de los de Glasgow, reunidos en un octavo disco, Shadows, con al menos un par de títulos (Baby Lee, When I still have thee) para la posteridad. Ni tampoco del generoso recorrido por sus antecesores, con especial hincapié en aquel Songs from Northern Britain del que en 1997 nos enamoramos Nick Hornby y media humanidad. Reescuchando -o más bien intuyendo- Ain't that enough, I don't want control of you y Your love is the place where I come from se comprende que este periódico celebrase aquel trabajo con cinco estrellitas. Todas ellas siguen hoy refulgiendo.
Cuarentones y más sosegados, los Fanclub porfían en la estela que nunca les abandonó: espléndidos temas a medio tiempo no muy alejados de sus queridos Big Star, The Raspberries, Crosby Stills & Nash y, claro, The Byrds. Habrá que esperar mejor ocasión para disfrutar con su presencia. Cuando empezó la defunción incruenta del CD, los ideólogos modernos aclararon que el futuro pasaba por los conciertos en vivo. Si entre todos también nos los cargamos ahora, ya solo quedará la música de los caballitos.
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