El imperativo de los mercados
La moderna historia de las colaboraciones público-privadas para la financiación y gestión de infraestructuras de titularidad pública es -como tantas veces ocurre con nuestra biografía colectiva- especialmente reveladora.
Si analizamos la concesión privada de autopistas de peaje, que es el modelo más duradero y relevante de colaboración, podemos observar hasta qué punto han funcionado de acuerdo a pautas que parecieran inexorables. En efecto, en las épocas de bonanza económica siempre supusieron importantes privilegios financieros -incluidos los históricos avales del Estado en forma de seguro de cambio- y cuantiosos beneficios económicos transferidos a manos privadas. Mientras que, por el contrario, en las épocas de crisis las pérdidas son asumidas por el sector público -léase los ciudadanos contribuyentes-.
Hay que ir con pies de plomo para garantizar las colaboraciones público-privadas
Tomemos un ejemplo bien real y cercano: la autopista del Atlántico (AP-9). Adjudicada su construcción y explotación a la iniciativa privada a comienzos de los años 70 para dar servicio al eje atlántico desde Ferrol a Tui, no logró superar los avatares de las sucesivas crisis de la década, y en el año 1984 la tuvo que rescatar el Gobierno socialista de Felipe González que la nacionaliza, para culminar en el 92 la conexión Coruña-Vigo, y prorrogar en el 94 la concesión de titularidad pública hasta el año 2023 para financiar los tramos Guísamo- Fene (Ferrol) y Rande-Puxeiros (conexión con la Autovía a Tui). Pasados los años, gobernando otra vez la derecha y al calor de la fase expansiva de finales de los noventa, el Gobierno Aznar prorroga en el 2001 la concesión, ampliándola injustificadamente en 25 años más para, a continuación -asegurada la expectativa de negocio- devolverla a manos privadas nacionales, primero, y hoy en poder de un fondo de inversión multinacional.
Por cierto, que no recuerdo una especial preocupación en los principales medios de comunicación gallegos de la época, tal vez porque veían especialmente tranquilo y satisfecho al Gobierno de la Xunta de entonces a pesar de la pérdida de control sobre la principal infraestructura de la comunidad. Todo muy razonable.
Y con la misma derecha en el Gobierno de España y en plena fiesta del boom inmobiliario-financiero, dado el éxito y el rigor de la fórmula, no se encuentra nada mejor que volver a sacar a concesión privada un buen número de kilómetros de autopistas, básicamente en las radiales de acceso a Madrid. Eso sí, con una ley del suelo modificada al hilo de facilitar saludables negocios urbanísticos en los terrenos ganados a los predios rurales por las nuevas carreteras, y asumiendo el Gobierno unas previsiones de tráficos e ingresos futuros por parte de las empresas concesionarias realmente difíciles de creer.
Ahora, que estamos inmersos en una grave crisis económico-financiera, es de nuevo un Gobierno socialista quien acude con recursos públicos en ayuda del sector constructor-financiero, y ante el grave riesgo de las correspondientes concesionarias las compensa adecuadamente para evitar su quiebra.
Por todo ello convendría, que acuciados por la crisis, el déficit y los imperativos de los mercados, no olvidásemos la historia reciente y fuésemos con pies de plomo a la hora de garantizar la viabilidad y la sostenibilidad futura de las colaboraciones público-privadas, y sobre todo, con la certeza de que los riesgos los asuman los privados, no vaya a ocurrir que nuevamente sean los ciudadanos quienes terminen pagando las consecuencias de los excesos financieros.
Por cierto, que cuando se observan las reacciones políticas ante la crisis nos encontramos con que, junto con el rescate de las autopistas, las únicas cuestiones en las que la derecha ha dado su pleno apoyo a la izquierda gobernante han sido las medidas de rescate del sector bancario, tanto en el plano nacional como en el internacional; el rescate de las cajas de ahorro a través de los SIP y fusiones incentivadas, en los que llevamos inyectados 16.000 millones de euros; y a la propia ley de cajas de ahorro, que abre la vía a su bancarización y mucho me temo que en un futuro no lejano, pudiera concluir con la asunción por el sector público de sus activos de riesgo.
No parece, pues, muy difícil deducir qué intereses y qué mercados son los únicos capaces de generar consensos y suscitar acuerdos en la ya larga historia de la crisis económica y financiera. Lo que consecuentemente nos lleva a reconocer el débil papel que le queda a la gobernanza y a la política, ante el dictado de unos mercados que imponen las soluciones y diluyen las fronteras -incluidas en cierta medida las políticas e ideológicas-.
Pienso que mientras seguimos actuando desconcertados de parche en parche, es urgente e imprescindible reflexionar sobre cómo hemos llegado hasta aquí de la mano de la desregulación y de los poderes que imponen su ley a través de esos mercados desregulados. Es obligado repensar los límites y los fallos de un modelo que evidencia no servir adecuadamente a la defensa de los intereses generales de la sociedad, que constituye el núcleo de las democracias avanzadas.
La magnitud del desafío y de la agenda de transformaciones pendientes debería ser un incentivo intelectual y político para las fuerzas de progreso. Sin avanzar en el gobierno económico de una Unión Europea federal, sin abordar a fondo la regulación de los mercados financieros y la ordenación de los instrumentos de su supervisión y control, sin mecanismos de coordinación eficaces y estables en el orden internacional, la política seguirá caminando por detrás de los mercados, y los ciudadanos quedarán más indefensos a la espera del siguiente ajuste.
Emilio Pérez Touriño fue presidente de la Xunta entre 2005 y 2009
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