A un acento de distancia
En este país caben lenguas, religiones y comunidades distintas, con sus propios y enriquecedores estilos de vida. La distancia que nos separa a los unos de los otros es muy pequeña. Lo importante es la concordia
La distancia entre Barcelona, mi ciudad, y Francia es de unos 150 kilómetros, menos de una hora y media en autopista. Tras cruzar la frontera, los conductores no solemos incomodarnos porque las señales de tráfico estén escritas exclusivamente en francés, pues así es Europa, precisamente. Tampoco pasa nada cuando nos dirigimos al oeste y encontramos las señales en castellano, en la cuesta de Fraga, ya en tierras aragonesas.
Como el francés, el catalán y el español son hijos del latín, la distancia entre estas lenguas es muy reducida. Concretamente, en catalán, la palabra "concòrdia" está a solo un acento de distancia de la concordia castellana, y ambas significan lo mismo: pacto por la armonía.
La inmersión lingüística en catalán es el mejor legado de tolerancia de la era de Jordi Pujol
El castellano nunca desaparecerá de Cataluña. Es un activo importante para todo catalán
Por la concordia, ahora quebrantada, propongo el despliegue territorial de la lengua catalana en el Principado de acuerdo con dos sencillos principios. Conforme al primero, en Cataluña, los nombres comunes de los establecimientos abiertos al público deberán estar escritos en catalán, pero los nombres propios podrán estarlo en cualquier lengua. Y de acuerdo con el segundo, las organizaciones de recursos humanos y materiales -las empresas, para entendernos- habrán de poder servir al público en catalán; las personas, en cambio, no podrán ser obligadas a hacerlo así más allá de lo que lo son hoy a escolarizarse.
Esta última distinción importa porque desactiva la discordia: la joven inmigrada magrebí y recién empleada en un horno de pan -en la acepción castellana de tahona, palabra que nos legó el árabe- venderá hogazas de pan caliente hablando con sus parroquianos como buenamente pueda -enseguida, en catalán, ya ocurre así-. Pero la panadería, que habrá de estar rotulada en catalán -Forn, por ejemplo-, también habrá de exponer escrita en catalán la lista de variedades de pan ofrecida al público y, desde luego, podrá añadir cualesquiera otras versiones en otras lenguas.
Créanme, siempre que se enfrenten con un problema aparentemente insoluble, párense un momento a pensar en cómo la educación y el desarrollo tecnológico -hijos también de Europa- nos ayudarán a resolverlo antes de que haya pasado una generación.
En 2020, el sistema educativo catalán continuará catalanizando pacífica y naturalmente a los niños y jóvenes escolares, también les enseñará castellano, inglés y buenas matemáticas. A poco que consiga tener éxito con, digamos, el 75% de los hijos de los inmigrantes de la década pasada -no voy a pedir milagros-, el catalán seguirá empapando a las nuevas cohortes demográficas como el agua a una esponja, que así son los niños. La inmersión lingüística en catalán es el mejor legado de concordia de las Administraciones que presidiera, interminable, Jordi Pujol: evitaron la división de Cataluña en dos comunidades, mantuvieron la cohesión social. Si el exhausto sistema escolar catalán consigue ahora encajar el tirón de la inmigración, la concordia será casi un subproducto de sus bondades. Aquí el fracaso sería exclusivamente responsabilidad nuestra.
Luego, el español -una de las seis lenguas oficiales de Naciones Unidas- nada tiene que temer de ninguna otra cultura lingüística global, ni mucho menos de la lengua catalana. Además, España es el primer cliente de Cataluña y nadie en su sano juicio maltrata a sus clientes. Tampoco -pregunten ustedes- lo hace con quienes llevan más de un siglo viniendo esperanzados a Cataluña con ánimo de quedarse y medrar en ella. Pero hay y habrá más: ya he dicho que la concordia salvaguardará la lengua de las personas, pues únicamente establecerá el catalán para las organizaciones. Este punto es crucial, pues, hasta en Cataluña hay gente contenidamente educada que se niega, cerril, a ponerse en el lugar del prójimo cuando habla con él. Ahí, algunos podemos mejorar, ciertamente, pero será mucho más fácil hacerlo si la lengua propia tiene una garantía legal en el marco del funcionamiento cotidiano de las organizaciones. E, insisto, no ha de haber recelo: muchos catalanes y, desde luego, la mayoría de los mejor preparados se esfuerzan en manejarse lo más correctamente que pueden también en castellano, como lo hacen en inglés.
Dado nuestro entorno económico, el castellano es un activo importante para todo catalán que trabaja en una organización de primer nivel, en una buena empresa española o catalana. De nuevo: nadie con dos dedos de frente quiere trabajar en organizaciones de primera y, al mismo tiempo, prescindir del español. A quienes me manifiestan su temor de que el castellano desaparezca del Principado, les contesto que no se preocupen lo más mínimo: muchos de entre los mejores no piensan hacerlo. Y bastantes creemos además en la concordia de las lenguas. ¿Ha hecho la diversidad lingüística más pobre a Suiza?
Finalmente, dentro de pocos años, los programas informáticos, que ya permiten la traducción inmediata y divertidamente aproximada de escritos en distintas lenguas, habrán mejorado mucho. Muy pronto, el problema de la incomunicación lingüística quedará reducido al fastidio de teclear un texto en un ordenador o de dictarle un discurso bien pronunciado. Al instante, su pantalla mostrará al hablante algo cada vez más parecido, pero en distinta lengua, a aquello que había escrito o dictado en la suya un momento antes. En Cataluña hay un diario que publica sin problemas dos ediciones, una en español y la otra en catalán.
A veces creo que algunas personas, pisándose el amor propio, se niegan a ver más allá de las tecnologías que aprendieron a usar en su infancia. Entre jóvenes adultos escolarizados, el problema de la incomunicación lingüística se disuelve como el azúcar en el café. Pronto podremos conseguir que las 491 páginas de la Sentencia del Tribunal Constitucional de 28 de junio de 2010, sobre el Estatuto catalán, aparezcan bien traducidas al catalán o al inglés en un momento -claro que ¿quién leerá eso entonces?-. Dejemos de una vez de abordar los problemas políticos del presente con las herramientas legales del pasado.
Me objetarán que la Constitución Española de 1978 sigue vigente y que el más alto tribunal político del Estado ha resuelto sobre la posición de la lengua catalana en el sistema jurídico español. Sin duda. La sentencia mencionada dice que el deber de conocimiento del catalán se puede proyectar limitadamente sobre la Administración catalana y sus funcionarios, pero no sobre toda la población del Principado, pues tiene una naturaleza distinta al deber general de conocimiento de la lengua que, constitucionalmente, solo cabe predicar del castellano: el deber de conocer el catalán "no es jurídicamente exigible con carácter generalizado" (Fundamento Jurídico 14). En cambio, el de conocer el castellano sí lo es porque así lo establece la Constitución misma (Artículo 3.1: "El castellano es la lengua española oficial del Estado. Todos los españoles tienen el deber de conocerla"). Pero, la concordia propuesta en este artículo no obligaría a las personas -a la generalidad- a conocer el catalán, sino solo a las organizaciones. Todo lo que estas últimas deberían hacer es comprarse un programa informático de traducción y ofrecer enseñanzas de catalán hablado a aquellos de sus empleados que hayan de relacionarse con el público.
La intensidad real de cualquier deber se mide por el coste de su cumplimiento y, en el caso de las obligaciones lingüísticas, tal coste tiende a cero en todo lo que se refiere a la dimensión escrita de una lengua. Y la lengua hablada ha sido siempre muy sencilla para quien se acerca a ella o desde ella con la sonrisa en los labios: así es la concordia.
Dediquemos, pues, nuestros recursos a desarrollar nuestra tecnología, a mejorar nuestra educación y a superar una discordia que nunca debería ir más lejos de lo que lo hace cualquier otra sana rivalidad cultural. En este país caben lenguas, religiones y comunidades distintas, con sus propios y enriquecedores estilos de vida. En el fondo, la distancia que nos separa a los unos de los otros es muy pequeña. La de un acento.
Pablo Salvador Coderch es catedrático de Derecho Civil en la Universidad Pompeu Fabra.
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