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Columna
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Enterrados

Por muy de vuelta que una esté, hay ciertas cosas que todavía le tocan la fibra, como la epopeya de los 33 mineros chilenos que hace un tiempo mantuvo al mundo en vilo. Realmente fue algo digno de ver. Una historia de coraje, de inventiva, de lealtad que durante 70 días cohesionó una auténtica república bajo tierra.

En más de una ocasión su historia me hizo pensar en la expedición de Shakelton a la Antártida. Si lo recuerdan, su barco, el Endurance, se partió como un cascarón de nuez entre dos gigantescos bloques de hielo. Los 30 tripulantes consiguieron sobrevivir sin apenas provisiones saltando de iceberg en iceberg, hasta llegar a una isla glacial e inhóspita. Allí aguantaron 22 meses de desesperación, a 40º bajo cero, alimentándose casi exclusivamente de pingüinos. Soportaron las congelaciones y amputaciones de miembros en vivo, en una de las batallas más extremas por la supervivencia que jamás haya librado el hombre. Lo consiguieron.

Shakelton era un tipo de fiar, forjado en la escuela espartana de los antiguos exploradores. Logró mantener la disciplina, imponiendo normas muy duras, una rutina diaria, un acuerdo de dignidad y ayuda mutua que consiguió salvar a toda la tripulación al completo. Al parecer el líder de los mineros chilenos estaba hecho de la misma pasta. El momento en que se dirigió al presidente de la República con su ya famoso "le entrego el turno, presidente", a muchos nos puso un nudo en la garganta.

Pero la historia de los marineros de Shakelton no acabó ahí. Lo peor estaba por llegar. Tras ser rescatados y después de haberse mantenido enteros en las circunstancias más terribles, la mayoría se vinieron abajo. La fama, la presión y las comodidades que el mundo puso a sus pies, hundió aquella tripulación heroica en el peor de los naufragios. Muchos se dieron a la bebida, otros arruinaron su vida en disparatadas aventuras profesionales, algunos vendieron su alma al diablo y otros acabaron pidiendo limosna como mendigos en la niebla de Londres.

Me acordé de ellos al ver salir de las entrañas de la mina San José a hombres humildes, con su grandeza y sus trapos sucios a cuestas, convertidos en héroes. Trabajadores cabales y disciplinados, capaces de compartir dos cucharadas de atún cada 48 horas en los peores momentos, de darse ánimos entre ellos, de cuidarse unos a otros, de respetarse a sí mismos, manteniendo las reglas del grupo.

Y francamente no necesito que ninguna cadena sensacionalista venga a contarme el final de la película. Me vale así. Lo que haya ocurrido a partir de entonces, es harina de otro costal. Ignoro lo que el futuro les haya podido deparar. Y no quiero saberlo. Ya hay en este perro mundo demasiadas ocasiones en las que acabamos sabiendo más cosas de las que querríamos saber.

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