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Columna
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España, 1610

El otro día estaba leyendo un libro de José Deleito y Piñuela, antiguo catedrático de la Universitat de València que fue expulsado de su cátedra al terminar la Guerra Civil. Nunca he entendido por qué les parecía tan sospechoso a los franquistas. Al fin y al cabo era solo un erudito que escribió varios libros deliciosos sobre la vida cotidiana española en el siglo XVII. El hecho es que, pese a la amenidad del texto, me quedé dormido en el sofá y tuve un sueño. Me encontraba en España en el año 1610. El país miraba con recelo a los extranjeros, pues acababa de expulsar a los moriscos. Ser diferente se había vuelto un problema. Además, la economía iba mal, muy mal. Toda Europa estaba siendo sometida periódicamente a diversas crisis alimentarias, pero en la península Ibérica era mucho peor. El campo se abandonaba porque los campesinos emigraban a América. La clase media había entrado en declive y aspiraba a vivir de alguna canonjía, lo que se tradujo en un aumento disparatado del clero, una especie de asesores espirituales. Solo medraban dos grupos situados en los extremos de la jerarquía social: los nobles, que especulaban acaparando alimentos, y el mundo del hampa, entregado a toda clase de picardías. El ideal de vida de la gente se redujo a pillar lo que fuese y a vivir sin trabajar. Los dirigentes no eran mejores. El valido del rey, el duque de Lerma, se enriquecía inmensamente con una corrupción galopante cimentada en la venta de cargos públicos y en el pelotazo inmobiliario provocado por el traslado de la corte a Valladolid. Comprar terrenos a precio de saldo para luego recalificarlos no es un invento de nuestros días. Tampoco es nueva la suerte que corrieron sus protagonistas: Lerma, tras sacrificar a su protegido Rodrigo Calderón, tuvo que ceder el poder y hacerse cardenal para no afrontar sus responsabilidades. Mientras tanto, crecía la presión fiscal y el dinero se despilfarraba en grandes eventos. La cosa llegó a tal extremo que la Hacienda pública quebró parcialmente en 1607 dejando en la ruina a los suministradores del Estado. Y eso que el de Felipe III fue un reinado pacifista, pues nos sacó de las guerras a las que nos había arrastrado su padre, el taciturno y españolísimo Felipe II. Tampoco sería mejor su sucesor Felipe IV, un monarca cachazudo: pese a sus buenas intenciones, la economía continuó su caída libre y la armonía interterritorial se quebró con la rebelión de Portugal, Cataluña, Andalucía y Aragón. Perdonen este desahogo histórico. Es que el túnel del tiempo puede resultar angustioso. Cuando, cubierto de sudor, me desperté, encendí el televisor para que me confortase con las noticias españolas de 2010. Estaba en otro mundo, hasta el Papa se permitía abroncarnos por nuestro laicismo. Al fin pude respirar tranquilo.

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