Río abajo
Marilyn, justo antes de la caída. El cabello rubio como un pajizal en llamas. Desnuda bajo el largo jersey negro. Carne blanca, cegadora. El sexo como un tajo. Un ojo amoratado. Ha estado ingresada en un psiquiátrico. Ha abandonado el rodaje de Something's Got To Give. Se ha refugiado en un estudio vacío, donde trabajó Chaplin, para ensayar el personaje de Grushenka de Los hermanos Karamazov, un proyecto imposible. Habla con su amante (sin nombre), un constante vaso de whisky en la mano. Una cámara tan impúdica como nuestra mirada filma y agranda a la pantera en su jaula. Suena The Man I Love. Lleva varios días sin dormir. Los tranquilizantes ya no le hacen efecto. "Todo parece un único y largo día". Daños colaterales: agitación motora, una especie de erizado sonambulismo. Sandra Korzeniak interpreta a Marilyn (transmutada, quintaesenciada, incendiada) como si la estuviera filmando Cassavetes. Una mujer "bajo la influencia", un tour de force de tres horas. Korzeniak crea un inmediato estado de alerta: no podemos dejar de mirarla, como si fuera a romperse o a romperlo todo en cualquier momento. Impulsos contradictorios del cuerpo: dislexia gestual, movimientos sin éxito. Bruscos cambios de humor. Súbitos brotes de angustia en mitad de una frase. Llega Paula Strasberg (Katarzyna Figura), su coach, su mentora, su ojo. No entiende su obsesión con ese montaje abandonado hasta que la oye recitar fragmentos de texto como si fueran jirones de su vida. ¿A quién habla? ¿A Mitia o a Miller, "ese idiota", dice Paula, "ese absoluto estafador"? Marilyn dice: "Dostoievski tenía miedo, pero supo salvar a Grushenka del miedo. ¡Grushenka me enseñará a vivir de nuevo!". Paula, sabia: "Grushenka no es una neurótica, la obra no es una terapia: si la usas para tapar agujeros no saldrá nada de ti, ninguna creación, nada que puedas darle a la gente". Paula, delirante: "Tienes en tu interior un enorme potencial, eres una diosa, eres el icono más importante del siglo, eres más grande que Jesucristo". ¿Es así como piensas sacarla del pozo, cargando más peso sobre sus espaldas? Llega André de Diennes (Piotr Skiba), su fotógrafo, su confidente. Le hace fotos desde todos los ángulos, la ametralla lentamente, monta sobre ella, como David Hemmings en Blow Up. Las fotos aparecen en la pantalla: enormes, heladas, la carne cada vez más blanca. "Miro tu cara. Es maravillosa, es la cara de alguien que no para de pensar". Marilyn recuerda un sueño turbio de sus quince años. "Una noche, un tren. Duermo y quiero que me violen en sueños. Hay un hombre que aguarda en el rincón más oscuro del vagón". André moja sus cabellos con whisky. Cabellos como algas, como gusanos. Tendida sobre la mesa es Ofelia, río abajo. Habla como Ofelia en su locura: "El cadáver de un amor sin sentido sigue llorando". Ofelia hubiera sido su gran papel, con Miller como Hamlet. De repente, un estallido. Se giran, nos giramos, asustados. La bombilla de un flash futuro, como una detonación. En la pantalla, la última foto que le tomó Diennes: Marilyn muerta, los ojos cerrados, las mejillas como papel, socavadas por la llama del Nembutal en su estómago. Llevamos dos horas de función, es agotadora esa atención continua pero no puedes abandonarte porque en la esquina de cada frase, de cada gesto, puede agazaparse un nuevo fogonazo. Francesco (Marcin Bosak), el guardián, entra y la contempla mientras duerme, monologa, habla con ella. ¿O entra en su sueño, como el hombre del tren? Podría ser Mitia, podría ser el perfecto Hamlet: un Hamlet definitivamente solo y definitivamente loco, que abraza al fantasma de Ofelia. Se han reconocido por el olor: habitan en el mismo mundo, un mundo en el que sólo puedes abrazar a desconocidos, alguien que te ayude a pasar la noche, un fragmento de noche, como una esquirla. Francesco desaparece, llega el doctor Greenson: baile de puertas, como un vodevil en una funeraria. Greenson (Wladyslaw Kowalski, con la circunspección maligna de Erland Josephson) está furioso porque Marilyn no ha acudido a las sesiones programadas. Ella se viste para él. Un vestido rojo, como en Bus Stop. Le llama por su nombre: Ralph. Juego de seducción, transferencia extrema. ¿O pura representación? Los límites están confusos. Le acusa de convertir las sesiones en un ejercicio exhibicionista. Él está fascinado por ella, enganchado. Como el doctor Rank viendo bailar a Nora. Como un marido celoso ante un animal excesivo, libre. Fue él quien la pegó. Ella estaba borracha. Ahora ha venido a recuperarla. Le dice: "Amas el masoquismo. Te aterra la calma". Ella dice: "Llevo el dolor en mi vientre como si fuera un hijo". Habla de Miller. "Estaba convencido de que era una puta. Así escribió mi papel en The Misfits, para que quedara claro. ¿Tiene algo para que pueda dormir?". Greenson duda unos instantes. Abre su bolsa, le da una caja de somníferos. No podría decirse cuál es la mano que más tiembla. Ahora Sandra, filmada durante los ensayos, sin que lo supiera: "Ya no aguanto más, dejadme, acabemos con esto... Marilyn es un ideal para todos vosotros y yo no puedo interpretar un ideal". Ahora luz quirúrgica, repentina. Entra Marilyn como un fantasma colectivo, con el vestido de El príncipe y la corista. Camina como Jean Seberg en Lilith, guiada por Paula Strasberg. ¿Estamos en un manicomio? ¿O estamos en un rodaje que ella contempla como un mundo demente, como Norma Desmond pidiendo su plano? Estamos, en todo caso, a caballo entre ambas realidades. El doctor Greenson, al fondo, como un director de escena. André mueve la cámara. Un travelling de 360 grados atrapa los rostros del público, al otro lado, y nos lleva hasta el cadáver de Marilyn, expuesto sobre una mesa, bajo la luz inclemente. Cuando el travellling cierra su círculo, el cadáver comienza a arder, como en una pira: 360 grados es una temperatura muy alta, hasta para una diosa. Francesco, o Dmitri, o Ícaro, trepado a lo alto de un perchero, como un murciélago o el fantasma de un murciélago, bate las alas, en silencio.
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