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Columna
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Los pobres también votan

En el autobús. Dos señoras de cierta edad que van o vuelven de la compra doméstica a juzgar por los carritos que portan discuten sobre por qué estos se portan tan mal con el cantante Francisco, con la voz que tiene. Una apunta que es que no le quieren, y la otra se pregunta si no es de los suyos, de los populares. La otra responde que quién sabe, que siempre pasan cosas raras, y recuerda a Nino Bravo, que ese sí que era bueno, y además muy guapo. ¿Y le hicieron caso?, pues no señor, casi nunca. Será cosa de la política, apunta la otra. O vete a saber. También había ese, ¿cómo se llamaba?, que se murió en una moto. Bruno Lomas. Eso es, Lomas, aunque era algo raro, con lo del rock y eso, ¿no? Pero era valenciano, como Raimon. ¿Como quién? Como Raimon. ¿Ramón, dices? Ni idea, chica, no me suena de nada.

En un bareto de currantes. Entre las diez y las once de la mañana. La televisión a toda pastilla a fin de que se oiga algo de lo que dice por encima del griterío ambiente. Se juntan inmigrantes que andan reparando una fuga de aguas fecales en una alcantarilla y mecánicos de coche con mono azul. Hablan al mismo tiempo de sus cosas y de lo que se proyecta en la pantalla. Podrían resultar entrañables de no ser tan ruidosos. Uno, mecánico, dice que a esa Belén Esteban le daba él un repaso que iba a dejarla sin ganas de decir más tonterías, y añade poco después, no recuerdo ya sobre qué cosa, que lo que pasa es que Zapatero es un mamón, siempre rodeado de chicas cuando debía de bastarle con su mujer. ¿La que canta?, apunta la dueña, la que canta La Tarara. Y ahí interviene un inmigrado: ¿La Tarara? ¿Y eso que es? A mí me sonaba La Parrala, no sé. Pero esa es otra. ¿Y a quién le basta con su mujer?, dice un mecánico mientras abona la cuenta. Es como si me dijeran que me conforme con reparar un coche, hombre.

O en el ambulatorio. En el ambulatorio sabes cuándo entras pero nunca cuándo sales, como en un relato de Borges o en algunos supermercados, aunque a la compra no se acude mediante cita previa. Gente haciendo tiempo, sentada en sillas realmente tortuosas. Nunca he visto por allí a gentes de postín. Con decir que los visitadores médicos son lo más elegante del panorama, está casi todo dicho. En esas a menudo interminables esperas se escuchan conversaciones de pacientes que acaso se han conocido en esos aburridos momentos, o se conocen de otras visitas, y que no siempre carecen de interés. A medida que van llegando, saludan a los presentes y se interesan por el motivo de su consulta. La mayoría de las veces se trata de versiones diversas de los achaques propios. Pero en ocasiones se va hilando algo de más interés, no necesariamente enfermizo, que va y siempre se interrumpe de improviso por la llamada del médico. Lástima de relato retenido. Como en algunas novelas de Eduardo Mendoza.

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