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Columna
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Padres

La otra tarde, un amigo al que aludiré discretamente como G. me narraba delante de un café los diversos avatares y peripecias que ha debido arrostrar para alcanzar la paternidad. La primera barrera que se ha visto obligado a burlar en compañía de su esposa ha sido la que les imponía la naturaleza: a pesar de desear con todos sus arrestos traer al mundo un hijo y criarlo según los cánones del sentido común, no sé qué desafuero genético en un gameto se lo impedía; la segunda barrera era científica: la fecundación in vitro, a la que ambos se sometieron religiosamente después de circular por algunos despachos y salas siniestras que olían a desinfectante, no poseía el suficiente poder como para convencer a sus organismos de que se plegaran al sentido común; y compareció la tercera barrera, la peor de todas, la administrativa: resignados a la adopción, emprendieron un calvario interminable de entrevistas, pruebas físicas, psíquicas y aun sociales, estudios de cuentas, viajes a países donde arrinconan a los niños como sacos de arpillera en las esquinas de los desvanes, desconfianza, desesperación y hasta miedo. G. me contaba todo esto con el cielo en la punta de los dedos: después de casi 10 años de purgatorio ininterrumpido, su mujer y él se disponían a viajar hasta Vietnam para recoger a la criatura que el destino, por fin, había condescendido a asignarles. G. es un individuo razonable, simpático, culto en el círculo de asuntos que suscitan su interés y hasta sensible, dispone de un empleo estable y un ansia de compartir su sentido positivo de la vida con alguien de menor estatura que comparta su apellido; y a la vez que repasaba todo este currículo delante del café, yo me acordé de que ahora mismo, en Jerez, una niña de 10 años acababa de alumbrar y de arrojar a la Tierra, por las buenas, a un ser que no esperaba ni estaba capacitada para cuidar. Y me dije, como si fuera una novedad, que la realidad es perfectamente asimétrica amén de injusta, y de miope en ocasiones.

Quizá el haberme convertido en padre me ha hecho mucho más sensible de lo que lo era antes al delito de incompetencia paterna. Por mucho que parezca un axioma de Perogrullo, convertirse en progenitor de otro individuo, un apéndice que depende exclusivamente de nosotros para funciones elementales como alimentarse, desplazarse, anhelar, sentir y ver es un tipo de experiencia que marca de modo indeleble a las personas y para la que, me temo, no todo el mundo está capacitado. No critico que el Estado, que al fin y al cabo es el responsable último de todo ciudadano que nazca bajo su paraguas, mortificara a mi amigo G. con tal cantidad de pruebas antes de permitirle ampliar su libro de familia; más bien al contrario: critico que no intervenga más y mejor y no haya tenido nada que decir en el caso de esta menor que ha pasado de jugar con muñecas a hacerlo con un monigote de carne y hueso. Igual alguien se carcajea al leerme escribir esto, pero cada vez se asienta más y más en mi cabeza la convicción de que la paternidad constituye una tarea de tan hondo calado y repercusiones tan profundas que el Estado debería exigir una calificación previa a quienes intentan fundar familias. Cada vez que presencio cómo un tarambana abandona a sus hijos en un parque o una cuneta para ir a tomarse una cerveza al bar de enfrente, cada vez que me cruzo con bárbaros que pretenden educar a su progenie a través del método expeditivo del grito, garrotazo y tentetieso, cada vez que un niño sufre por la desatención o la alevosía de un imbécil que ni siquiera sabe anudarse con soltura los cordones de los propios zapatos, regreso a lo mismo: ojalá algún poder fáctico instaurara exámenes obligatorios para padres. Me da a mí que ese problema de la superpoblación que tanto desvelaba a Huxley iba a quedar resuelto de la manera más drástica, y que no iba a ser el único.

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