La papada de Juan XXIII
El Papa tenía duros competidores en la cocina de mi casa. Encima de la radio General Eléctrica que trasmitía musicales y radionovelas durante todo el día (y aprendíamos las canciones de la radio, no como ahora), creo recordar que había una de esas bolas nevadas con una ciudad escandinava (debió de ser un embarcado en Goterborg o Rotterdam) y además estaba una foto del Obelisco de Buenos Aires. Pero él con su manto de armiño y su sagrada papada brillaba como un icono con luz propia. Ni nuestra patrona, la Sagrada Virxe do Leite, le hacía sombra. Era Juan XXIII y la imagen provenía de Roma. Durante al menos veinte años el Papa siguió siendo Juan XXIII aunque ya gobernaban Pablo VI y luego Wojtila, pero aquel hombre de orígenes humildes, Angelo Roncalli, marcó buena parte de mi infancia. No había demasiados cromos entonces y aunque los regates de Amancio eran patrimonio de los gallegos del momento, Amancio era natural de A Coruña, poco más había que contar en aquel mundo rural en el que la parroquia y el calendario religioso marcaban las estaciones del año y las modas. Si acaso, y hablo de memoria, el mundial de Inglaterra y Cassius Clay eran dones de la estación como también creo recordar el entierro de John Fitzgerald Kennedy o eso es algo que me han contado porque en mi casa no hubo televisión hasta el año 1973.
Me temo que el Vaticano ha pasado a Twitter y a la televisión las cuentas de la fe
A principios de los años sesenta los papas eran italianos siempre y apenas salían de la Ciudad del Vaticano. Tampoco había peregrinos en el Camino de Santiago. No había papamóviles y apenas se había empezado a dejar el uso en latín de la misa. En Santiago reinaba otra especie de Papa que tenía un nombre que podía apagar el trueno , el cardenal Quiroga Palacios, que competía en importancia con el general Franco, este último que a veces pasaba por el municipio de Dodro donde tenía un huerto de acacias y un coto vedado en el Ulla. Pero íbamos pocas veces a Santiago y la plaza del Obradoiro nos parecía a veces una imagen tan distante como el Obelisco de Buenos Aires. La radio, que era nuestra cordón umbilical con el mundo, eso sí, marcaba las horas como la torre de un campanario. A las doce las señales del Angelus paraban unos minutos la actividad para seguir inmediatamente con una canción de Los Bravos. Era un mundo al que todavía le faltaban unos cuantos santos en los altares, porque la idolatría, según se mire, empezó bastante más tarde con las melenas de los Beatles.
Roncalli, de todos modos, creo que guió buena parte de nuestro inconsciente hacia el campo magnético de la fe católica y romana. Una celebración antigua, anterior a toda lógica, que no permitió hasta muy tarde que las guitarras entraran en el coro de la iglesia y los feligreses se dieran fraternalmente la paz. Eso, entonces, eran todavía cosas del demonio o, mejor dicho, hábitos modernos como la música yeyé, la goma de mascar o la táctica del fuera de juego. Roncalli y su gran papada, aunque luego me enteré que había conducido una gran reforma, era el patriarca que cebaba los cerdos y hacía madurar las uvas de la parra, el Papa campesino que velaba por la salud de las parturientas y el alma de los ahogados, el prócer que otorgaba trabajo en las fábricas y salud en los hospitales.
La religión sigue teniendo para aquellos que vivimos los días del plan de regadío y las minas de wolframio ese manto de armiño del papa Juan XXIII y una buena papada como extensión de todos los dones de la santidad, empezando, claro está, por una buena mesa y un toque de incienso. Cuando mañana el papa Benedicto XVI pise Compostela me frotaré los ojos y trataré de ver si es la misma religión de entonces la que pasea por la ciudad su manto de armiño, aunque mucho me temo que el Vaticano, como todos los grandes Estados, ha pasado a Twitter y a la televisión las cuentas de la fe católica y no digamos el Camino, una marca hoy que compite con los grandes escenarios de la fe de masas. El mundo ha cambiado tanto desde Juan XXIII que hasta O Santo dos Croques no permite ni una sola cabezada más.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.