Un museo en el joyero
El MNAC revisa la orfebrería de artista desde el modernismo a la vanguardia
A mediados del siglo XIX, las joyas, aunque siempre presentes en la cultura tradicional como moneda de cambio, ya habían dejado de ser exclusivas de obispos, aristócratas y monarcas, gracias a la riqueza generada por la revolución industrial y el auge de una burguesía cada vez más poderosa. El descubrimiento, en 1869, de las minas de diamantes de Sudáfrica, que multiplicaron el número de estas piedras en el mercado, la inspiración de los nuevos hallazgos arqueológicos y los progresivos recortes de tela de la indumentaria femenina supusieron un cambio en las abarrocadas joyas a la moda hasta entonces. Pero junto a la alta joyería nacida de la mano de personajes como Charles Tiffany en Estados Unidos, Pierre Cartier en Francia o Peter Carl Fabergé en Rusia, comenzó a surgir otra línea en la que no importaba tanto la gema o el valor del metal como la inventiva y el aspecto artístico de la pieza.
Se revalorizó el esmalte, en parte por infuencia del medievalismo de la época y en parte porque resultaba más barato; los orfebres empezaron a fijarse en la naturaleza y proliferaron insectos y flores inspirados a veces en los grabados japoneses tan a la moda, y los artistas volvieron a acercarse a la orfebrería introduciendo no solo los nuevos lenguajes estéticos, sino también materiales ,que en ocasiones, por su pobreza o sencillez, resultaban insólitos en los joyeros. Fue un proceso que se inició a finales de siglo XIX en varios países y cuyo poso podría decirse que se mantiene hasta hoy en día. Parte de esta aventura, la que va desde el modernismo a las vanguardias, puede verse en Joyas de artista, una exposición abierta hasta el 13 de febrero en el Museo Nacional de Arte de Cataluña (MNAC) que combina magníficas piezas de orfebres que merecieron el nombre de artistas con las joyas que artistas famosos en otros ámbitos realizaron de manera profesional o, también, como entretenimiento.
La delicada Cleopatra de Gargallo, bailando cubierta solo por sus joyas, abre la exposición junto a unos versos de Baudelaire ("Ella estaba desnuda, y, sabiendo mis gustos,/ Sólo había conservado las sonoras alhajas"...). Se entra después en un enorme joyero en forma de exposición que alegra el ánimo tanto como el escaparate que miraba Audrey Hepburn en Desayuno con diamantes. Un precioso colgante de René Lalique, el maestro francés que revolucionó la orfebrería moderna; brazaletes de Lluís Masriera, el gran joyero modernista catalán; un adorno para vestido de Boucheron, el joyero preferido de Oscar Wilde; las modernísimas joyas que Anni Albers, la mujer del pintor abstracto de la Bauhaus, realizó con clips y horquillas; las divertidas y estilizadas que hizo Calder para las esposas de sus amigos catalanes y que se exhiben por primera vez; las lujosísimas de Braque o de Dalí... Si la primera parte muestra, con un preciosista montaje a cargo de Dani Freixas, las piezas modernistas y de art noveau que marcaron tendencia en la joyería, el segundo y más amplio apartado presenta junto a las joyas de los artistas algunas de sus pinturas, esculturas o diseños que permiten contextualizarlas. En el caso de Julio González y Gargallo, sorprende ver como la correspondencia es casi total. La última parte, casi como epílogo, se centra en los vestidos y la fotografía de moda de autores como Man Ray o Edward Steichen, que reflejan el cambio estético que facilitó esta explosión creativa de la joyería de autor.
"Esta es una exposición casi única porque no se había abordado el tema de forma tan amplia", comenta la comisaria, Mariàngels Fondevila. "Más que el valor material, lo que nos ha interesado es la importancia estética de las obras y por eso priorizamos la pieza única". Hay pizcas de fetichismo -los pendientes de Dalí que tenía Andy Warhol, algunas de las joyas de Tórtola Valencia...-, pero prevalece el gusto de los artistas por el juego. Es, dice Fondevila, la etimología de joya.
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