Memorial de la muy gloriosa ruina
1 Estreno absoluto ("en la galaxia", como diría Rigola) de lo último de La Zaranda, Nadie lo quiere creer. Flojo título, para mi gusto: me parece mucho más sugerente el subtítulo, 'La patria de los espectros'. Pero es lo único flojo que tiene. El resto es tan bueno como siempre. Como siempre, el texto es de Eusebio Calonge, el último de nuestros clásicos. Como siempre, lo interpretan Gaspar Campuzano, Francisco Sánchez y Enrique Bustos, en tres soberbias composiciones. Como siempre, lo dirige FS, transmutado en Paco el de la Zaranda: una alquimia perfecta de guasa y patetismo, de momentos grotescos y vuelos sagrados. Novedad grande: es una coproducción de Temporada Alta. También hay que señalar y aplaudir eso. Allí se ha presentado, en el Teatre de Salt. Doble alegría, porque hacía seis años que los zarandeños no pisaban catalanas tierras. Bueno, triple alegría, ahora que lo pienso, porque el 14 y el 15 de diciembre el Lliure repone (también olé para ellos) Futuros difuntos (vayan reservando). Nadie lo quiere creer es una comedia con fantasmas, esos seres que "se alimentan de memoria, de antiguas pasiones y de creencias marchitas", como escribe Calonge. Fantasmas a medias, espectros de sí mismos, sombras de lo que fueron, devastados por el tiempo, con el finiquito estampillado en la frente. La acción transcurre en un irrespirable verano andaluz: a ratos parecen Bernarda, Poncia y el hermano tonto de Pepe el Romano atrapados para siempre en un carmen ruinoso donde solo es real la sombra. "Sainete espectral" es un buen término para definir este texto supurante, atravesado de la cruz a la bola por un humor negrísimo. Como todas las entregas zarandeñas, Nadie lo quiere creer vuelve a ser una enorme entrada de payasos trágicos: el clown (La Señora), el augusto (La Criada) y el contraaugusto (El Administrador). La Señora, manca y delirante (Francisco Suárez, casi una reencarnación del Cassen maduro), proclama su carcomido blasón y parece decidida a morirse "de lo que le dé la gana", pero a condición de que la entierren en un ataúd de caoba "con cabecero egipcio". El Administrador (Enrique Bustos), un gorrón temible que atiende por Luis Moscoso, se postula como legítimo heredero: mientras le busca, con más afán que éxito, venas visibles para picarle morfina, trata de convencerla de que convendría "formicar" el mobiliario y, ya puestos, utilizar el reloj de pared a guisa de féretro. Es el primero de los infaltables objects trouvés de la función: seguirán el fracasado brazo ortopédico color carne muerta, y los ventiladores inútiles, y el pavo real transportable. "¡Hay que buscar distracciones!", clama Moscoso. Y las buscan. Y las encuentran. Porque rituales no faltan. Desde jugar al bingo (sin siquiera alubias: ya se las zamparon dos semanas atrás) hasta ensayar el responso. Salvo por el sarcófago, La Señora no quiere derrochar en extravagancias: "Cuatro flores y dos coronas, no vayan a pensar que me han enterrado en un vivero". La mejor distracción, sin embargo, son las visitas. Ahí se luce La Criada (Gaspar Campuzano), que ha de mutar en dos figuras egregias: la legendaria tía Jacinta, una Anita Delgado que no encontró a su marajá, y la prima Purificación Martínez de Trastamara, chismosa oficial del reino. Por su parte, Moscoso se aparece por las noches travestido del fantasma del hijo perdido, el miliciano que murió heroicamente en el frente. "¡Pero si te pegaste un tiro cuando entraron los nacionales!", clama la dama: delirante puede, idiota no. Al grano: uno y otra quieren que firme un nuevo testamento "antes de que le corten el otro brazo", pero la parca gana la partida. El retumbante O gloriosa Virginum de Rodríguez de Hita acompaña el viaje al más allá de esta recontratataranieta de los reyes tolosanos, y sus alucinadas palabras (¡supremo momento!) suenan como el rumor de una boa blanca deslizándose sobre las baldosas. ¿Qué puede quedar después de eso? Taxidermia, general derrumbe, silencio estruendoso. Y una admiración enorme (la de siempre también, maestros), y un respeto imponente, como el Piyayo. Nadie lo quiere creer posiblemente sea el espectáculo más "clásico" de La Zaranda, y por clásico entiendo el más narrativo, con una trama que enlaza los ritmos concéntricos y las ceremonias secretas, a caballo entre las misas negras de Genet y los escoriales, bañados en oro diarreico y terminal, de Michel de Ghelderode. Hay indudables ecos buñuelescos, del Buñuel mexicano, aquí redoblados por los tremendos boleros aztecas de la Banca Cimarrona (o sea, que parece Buñuel reescrito por Ripstein). En lo hondo, siempre, Valle. Y una vinculación quizás nueva y singular: La Señora imaginada por Calonge está muy cerca de la mallorquina doña Obdùlia Montcada, viuda de Bearn, la protagonista de Mort de dama, del gran Llorenç Villalonga.
2 Otro regalo del festival ha sido la nueva visita de Michael Pennington, que el año pasado nos deslumbró recitando, mano a mano con Nastasha Parry, los sonetos de Shakespeare. En esta ocasión ha presentado Sweet William, centrado en sus "cuarenta años con el Bardo" y que estrenó en 2006: un monólogo con pelaje de conferencia, un diario íntimo que muta en clase magistral. Un espectáculo que comienza con una epifanía, en 1955, cuando sus padres le llevaron al Old Vic para ver Macbeth, con Paul Rogers y Ann Todd: "Aquella tarde yo quería ir al fútbol -cuenta- pero el montaje me clavó en la silla. Fue como escuchar música por vez primera". La voz de Pennington se multiplica: la del niño maravillado, la del actor que se convierte en los personajes del dramaturgo (y sabe pasar, como en un acto de magia, de un rey a una reina, de un villano a su víctima), la del gran narrador que nos hace ver a papá Shakespeare corriendo por las calles de Stratford con el recién nacido en brazos para salvarlo de la peste, y a la band of brothers llevándose río abajo la arboladura del teatro de Holy Well, y la del apasionado profesor que entreteje la vida y la obra de WS sin caer nunca en la trampa de atar moscas artísticas por el rabo biográfico.
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