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Reportaje:OPINIÓN

Elogio del artista

En el confuso mundo del arte contemporáneo, donde conviven las posturas más enfrentadas, destaca el trabajo de los verdaderos artistas: personajes como Jacques Martínez, Rudolf Stingel o Subodh Gupta

Frente al arte contemporáneo están por un lado los displicentes, convencidos de que el arte ha muerto, o es una nulidad, o, peor aún, carnavalesco, y se extingue lentamente en una última y lamentable mascarada.

Por otro están esos pasmados que se extasían ante todo y ante todos, confunden arte y espectáculo, obras y tramoya, y se embelesan ante unas producciones cuya característica, como ya señaló Barthes en un pasaje premonitorio de El placer del texto (1973), es que "su necesidad se agota tan pronto como las hemos visto", pues ya no tienen "ninguna actualidad contemplativa ni delectativa".

Y frente a unos y otros, y negándolos como a las dos figuras gemelas de un idéntico nihilismo, están los artistas, los verdaderos, a los que, por otra parte, no es seguro que haya que seguir llamando "contemporáneos", pues, en el fondo, son indiferentes al tiempo, no tienen edad, sino que atraviesan todas las edades, pirateándolas, agujereándolas, tomándolas en bloque y luego recortándolas en unidades dramatizadas para, finalmente, burlarlas: -en desorden- las abstracciones de Frize o de Twombly, las crucifixiones de los hermanos Chapman y los autorretratos de Rudolf Stingel, los pájaros en relieve de Frank Stella, las vanidades de metal de Subodh Gupta y, hoy, en la galería Yves y Victor Gastou de París, el franco-español Jacques Martínez.

Jacques Martínez cree que el gran arte solo puede ser impertinente, irrespetuoso, inventivo, infiel e insolente
El arte no existe para repetir el mundo, sino para recrearlo. El alma de los dioses no habita las plantas, sino al artista

¿Quién es Jacques Martínez?

Un nizardo, ante todo, y un francés, pues su aventura de pintor comenzó a la sombra de César y Arman, sus mayores, en el entorno de lo que se llamó "Escuela de Niza".

Un europeo, después, y más que nizardo, pues pinta -y piensa- en un espacio imaginario ordenado por el rigor de Zurbarán, las ilusiones de Mantegna o el heroísmo de Matisse, que, durante sus últimos días de vida, en Niza, continuaba la interminable historia de la pintura.

Pero, sobre todo, es un moderno, un moderno definitivo (hace tiempo edité uno de sus libros titulado Moderne for ever...) al que ninguna crisis de las vanguardias, ningún pathos del fin, ningún desengaño ni retorno a los pretendidos "valores verdaderos", disuadieron nunca de pensar que la pintura tiene una historia y que, por ejemplo, después de los fruteros, cuencos y jarros de Cézanne es difícil seguir pintando naturalezas muertas como se hacía antes.

Porque su exposición actual es una muestra de naturalezas muertas.

Es un conjunto -dibujos, fotos y, sobre todo, esculturas- de calabazas gigantescas, de coloquíntidas de bronce modelado, que se dirían extraídas de la "vegetación antivegetal", es decir, reinventada, reanimada, producida y, en resumidas cuentas, pensada, que evoca Malraux en su descripción del taller de Picasso.

Y hay en esta manera de reapropiarse un gesto antiguo, de hacerlo vivir y revivir entre los dedos; hay en esta forma de jugar con un género sin validar necesariamente todos sus códigos (estoy convencido de que, lo mismo que Baudelaire en su carta a Desnoyers, Martínez no cree ni por un instante que "el alma de los dioses habite las plantas" ni que sus "verduras santificadas" tengan "más valor" que su "alma") y, luego, cuando los frutos de ese juego están más o menos seguros de su forma y se ponen, por así decir, al alcance de la vista y de la mano, vaciarlos en bronce (es decir, en un material que, desde la edad del mismo nombre, implica la creencia en la perennidad de las cosas); hay, sí, en el origen de esta empresa, una apuesta que, en estos tiempos de regresión, irrisión y, a menudo, abucheos imbéciles, no carece ni de aplomo ni de virtud.

Que nadie cuente con Jacques Martínez para entonar ese mal peán a la "muerte" o la "decrepitud" del arte -esa "cosa periclitada" de nuestros neohegelianos de fin de semana-: no cree más en ella que, pongamos por caso, en la muerte del deseo de trascendencia de los humanos.

Que otros se diviertan con las vanas paradojas del "arte efímero" -ese oxímoron insensato-, cuyos happenings y demás instalaciones solo pueden tener sentido, en todo caso, en el horizonte de un mundo definitivamente desolado.

El Martínez de estos bodegones piensa que la relación de un artista con el tiempo es siempre un cuerpo a cuerpo, un combate, a veces una victoria, a menudo una derrota, y que, evidentemente, peor que la derrota es el derrotismo de quien se resigna al turismo estético de los posmodernos.

Piensa, como hiciera Bataille sobre Manet, que el gran arte solo puede ser "impertinente" o, mejor aún, "irrespetuoso"; es decir, para ser concretos, desobediente al orden del mundo y de la naturaleza, inventivo, infiel, insolente... Y ese es el sentido de estos homenajes irónicos que son tal escultura de tapones de botella, tal aglomeración de destornilladores (César, Arman...), tal forma afilada, tal forma de champiñón (Chardin), tal calabaza convertida en vasija (otro guiño a Matisse).

Y si hay una convicción que, en los 30 años que llevo observando y comentando su trabajo, no parece haberlo abandonado es que el arte no existe para repetir el mundo, sino para recrearlo. Decididamente, el alma de los dioses no habita las plantas, sino al artista.

Traducción: José Luis Sánchez-Silva.

Un niño trata de tocar una calavera gigante, obra del artista indio Subodh Gupta, expuesta en Londres, en octubre de 2008.
Un niño trata de tocar una calavera gigante, obra del artista indio Subodh Gupta, expuesta en Londres, en octubre de 2008.Shaun Curry/AFP/Getty Images

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