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Columna
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Juguetes

No sé dónde leí en cierta ocasión que crecer consiste en abandonar los juguetes en pos de otros juguetes más caros. El aforismo acierta en la diana de uno de los rasgos más conspicuos del carácter humano: su necesidad de jugar, de distraerse con los objetos, de servirse de ellos o buscar su complicidad para no quedarse solo, ante esa voz a menudo incómoda que resuena en la oscuridad del interior del cráneo. El niño comienza su andadura en la Tierra rodeándose de juguetes; cosas serviciales, atentas, de rostros lacados, máquinas, vehículos, tableros y autómatas que van iniciándole poco a poco en el reglamento del mundo, para cuando llegue el día en que las espadas no sean de palo y el cabello encanezca sobre la frente de las muñecas.

Durante años, el niño que todavía somos seguirá sintiéndose a cubierto en compañía de esas criaturas de espuma y cartón que no conocen la doblez ni la deslealtad; y en busca de un suelo estable que no escoren las diversas marejadas de la vida y los insomnios, transferiremos, o creeremos hacerlo, su viejo poder a otras cosas mayores y más broncas, que brillan más y parecen más definitivas, réplicas agigantadas de los trastos que atestaban nuestro cuarto de juego: automóviles, chalés, aparatos de plasma, vestidos con lentejuelas, tanques, matrimonios de verdad y no el contraído entre dos piezas de plástico. Jugar es la actividad más seria, más crucial a la que puede entregarse el hombre: mediante ella no deja de asimilar la mecánica del universo que le rodea y de entrenarse para cualquier peripecia futura.

El niño juega a ser futbolista, pero el futbolista juega a creerse gladiador o soldado; cada uno de nosotros juega un papel específico, imposta la personalidad de otro individuo distinto, cada vez que, a lo largo del día, pasa por las distintas máscaras del oficinista, el amante, el padre, el vecino, el traidor, la víctima. Un lindo libro del sociólogo e historiador Johann Huizinga pretende que el carácter distintivo de la humanidad frente al resto del orbe animal, vegetal o cósmico, no es la facultad de pensar, sino de jugar, solo o con el de enfrente; por eso se titula con la etiqueta que, según él, merecería nuestra especie en lugar de esa otra tan antipática que han elegido los racionalistas, Homo ludens.

El impulso lúdico es un caudal que irriga todas las manifestaciones humanas. Y el arte, obviamente, más que ninguna otra: no necesitamos excitar demasiado nuestra imaginación para figurarnos que los pintores de Lascaux o Altamira disfrutaron como niños al cubrir las bóvedas de sus cuevas de renos y gacelas, o que una sonrisa de satisfacción infantil deformaba los labios de Leonardo cuando bosquejaba sus locas máquinas voladoras. Una deliciosa exposición en el Museo Picasso de Málaga nos invita ahora a comprobar los estrechos lazos que unen al gran arte con el mundo pequeño: bajo el epígrafe de Los juguetes de las vanguardias, recoge obras del propio Picasso, Paul Klee, Calder o Giacomo Balla dedicadas exclusivamente a los niños. Piezas que expresan a las claras que en el momento de crear el artista se viste a menudo de pantalón corto y que, del otro lado, la mirada límpida y sin gastar de las guarderías puede ayudarnos a entender muchos de los galimatías enigmáticos que pueblan los museos. Piezas que sirven, también, para ilustrar cómo pintar, esculpir o escribir para niños, lejos de constituir una tarea menor, exige esfuerzos de disciplina y de síntesis mucho mayores que los de aquellos otros que sólo se dirigen al público adoctrinado y con gafas.

El niño es el único espectador insobornable, espontáneo: imposible extraviar su criterio a través de componendas, manifiestos o suplementos culturales. Si el arte consiste, según otro apotegma que no sé de dónde viene, en romperse por dentro para entresacar de nuestra cáscara el niño que nos habita, entonces la obra que no entusiasme, sorprenda o distraiga estará condenada de antemano al fracaso: preferiremos irnos a montar en los columpios.

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