El corazón rojo de Australia
Ayers Rock, el promontorio sagrado de los aborígenes, es el enclave turístico más visitado en la región australiana del Centro Rojo
Lo primero que se pregunta uno al llegar a Alice Springs es por qué se le ocurriría a alguien levantar una ciudad en un lugar tan inhóspito, a centenares de kilómetros de cualquier otro núcleo de población que merezca ese nombre. En medio del desierto australiano, con un clima que combina temperaturas elevadas por el día con noches gélidas, asentada a orillas de un río que casi nunca lleva agua, nada hay allí que parezca atractivo para el asentamiento humano. Lo único que tenía que ofrecer a los colonizadores era su localización en el centro de Australia, a mitad de camino entre Adelaide y Darwin. Y a alguien se le ocurrió que aquel era un buen sitio para instalar un repetidor de telégrafos para la línea que debía conectar Australia de norte a sur y con el resto del mundo. Una caravana de camellos, traídos de Baluchistán con sus correspondientes camelleros, ayudaría a la construcción de la línea y también crearía con el tiempo un importante problema ecológico: hoy deambulan por Australia un millón de camellos que disputan a las especies endémicas la pobre vegetación del desierto.
"Alice no es una ciudad muy alegre, ni de día ni de noche", escribió Chatwin en Los trazos de la canción, y las cosas no han cambiado mucho desde entonces. Es una de esas ciudades en las que todo el mundo se conoce, y si no se conoce es porque no es de allí. Aunque, en realidad, parece haber dos ciudades: por un lado, la de los blancos y orientales, que beben capuchino en una terraza o se comen una hamburguesa de canguro acompañada de una cerveza australiana en alguno de los bares del centro; por otro, la de los aborígenes, la mayoría de los cuales parece habitar un mundo paralelo. Caminan por las calles con la mirada algo perdida o más bien como si no viesen a quienes tienen alrededor, o están sentados en pequeños grupos en el cauce seco del río o en las veredas de sus barrios en las afueras. Muchos de ellos muestran el deterioro que pueden producir el alcohol y la falta de perspectivas.
Casi nadie se queda mucho tiempo en Alice, a no ser que viva allí. Lo que no significa que no tenga cosas interesantes: El Parque del Desierto, en el que se puede hacer un recorrido explicado por los distintos tipos de hábitat de la región; las instalaciones de los Flying Doctors y de la School of the Air, de los que hablaré luego; el Araluen Arts Center, por cuya hermosa exposición de arte aborigen paseamos mi mujer y yo casi solos y cuyo Museo de Geología e Historia Natural parecía que lo habían abierto únicamente para nosotros dos. No son el arte, ni la cultura, ni la historia, ni la vida nocturna los que llevan cada año a cientos de miles de visitantes a Alice. Si la ciudad está hoy en todos los mapas turísticos de Australia es porque se trata de la principal puerta de entrada al Centro Rojo.
Así llaman a esta región, y sin embargo, la cantidad de colores que pueden verse en sus paisajes desérticos es impresionante. Dejando de lado el azul de un cielo tan brillante que duele en los ojos, se encuentran las arenas blanquecinas del río Todd, el violeta del monte Uluru al atardecer bajo un cielo nublado, el ocre de las paredes del King's Canyon allí donde la oxidación no las ha vuelto rojas, incluso la capa negra de musgo en los rincones más umbríos. El verde de los eucaliptos, las acacias, el spinifex, las tomateras silvestres y las flores de tantas otras plantas, porque aun en el desierto hay una resistente vegetación, sobre todo en años húmedos como este, que servía de sustento a los aborígenes y a los animales que cazaban desde hace más de veinte mil años. Pero el marco de esos colores, y de ahí el nombre, lo ponen las arenas intensamente rojas del desierto.
Tiene algo este paisaje que hace pensar en eras en las que la Tierra era una masa sin vida, pero con intensa actividad geológica. Recorriendo a pie el King's Canyon se encuentran fósiles marinos que revelan que todo este territorio estuvo hace millones de años bajo el mar; en sus barrancos se descubre cómo la erosión fue arrastrando las arenas depositadas allí por el mar y dejando al descubierto las capas duras de silcreta; estratos verticales junto a otros casi horizontales hablan de las enormes presiones que han ido transformando la estructura tectónica. La primera impresión que se obtiene ante un paisaje así, una impresión estética, puede luego concretarse con informaciones sobre la composición del suelo y la cronología de las transformaciones. Esa manera de mirar la naturaleza, que mezcla la información con la emoción estética, es la occidental. Pero hay otras maneras de ver.
Grietas de barro
Hace muchos años, dos jóvenes hermanos que vivían en el sur de Australia decidieron viajar hacia el norte. Fue un viaje duro porque no era fácil encontrar caza y tampoco agua, y más de una vez creyeron morir en el trayecto. Pero por fin, cuando llegaron al centro de aquel territorio inmenso, pudieron cazar y saciar su sed. Se sentían tan felices con el estómago lleno que se pusieron a jugar como niños: hicieron grandes pellas de barro para arrojárselas mutuamente; las que no usaron quedaron allí amontonadas y hoy componen el extraño relieve de Kata Tjuta (Las Olgas); también moldearon una montaña de barro para lanzarse desde lo alto deslizándose boca abajo; mientras descendían iban trazando con los dedos las grietas que atraviesan Uluru (Ayers Rock), pues no es otra aquella montaña; cuando uno de los hermanos cayó enfermo, el otro, afligido, formó una meseta plana que se levanta solitaria sobre el desierto, ahora llamada Monte Conner, y lo depositó allí para que descansara cómodamente. Pero el joven murió, a pesar de los desvelos fraternales; el hermano se entristeció tanto, que con sus copiosas lágrimas creó el lago Amadeus; y, claro, aquella isla que está en el centro del lago es la tumba del joven difunto.
El paisaje, no sólo el del Centro Rojo, sino de toda Australia, está recorrido por historias que se entrecruzan. Un lago, una garganta, un monte, todo lugar significativo es un punto de una larga línea narrativa. Quien tenga tiempo, y unas condiciones físicas por encima de la media, puede recorrer el Sendero de Larapinta, o parte de sus 230 kilómetros sobre los MacDonnell Occidentales. Con agua, buen calzado y un
swag, una de esas camas y a la vez tiendas enrollables que llevaban los pastores australianos, podrá penetrar en los paisajes semiáridos del Centro Rojo, atravesar gargantas, nadar en las aguas de ríos y lagunas y, con algo de suerte, compartir camino con dingos y walabíes.
Los MacDonnell Occidentales, que fueron tan altos como el Himalaya, pero que hoy forman una cadena de montes poco elevados cercanos a Alice, son parte del "sueño de la oruga", lo que es fácil de entender para quien vea su largo relieve ondulado; uno de sus montes más altos, el monte Giles, es en realidad la nariz de un ancestro, un perro, que la perdió en una pelea por una hembra con un intruso. Y cada una de las numerosas gargantas que lo atraviesan es una senda por la que transitan los sueños de los antepasados.
Cartografía onírica
Pero no se trata de meras recreaciones poéticas del paisaje, de un conjunto de metáforas primitivas, sino que son historias fundamentales para la supervivencia. El joven que las memoriza, al mismo tiempo que subraya su identificación con el clan, aprende dónde se encuentra cada uno de esos lugares que va a recorrer durante la búsqueda de comida. Los "sueños" son tanto una forma de ocupar simbólicamente un territorio como de cartografiarlo.
Esa manera distinta de entender el paisaje no ha cesado de crear conflictos. Por ejemplo, en Uluru, uno de los lugares más sagrados de Australia central. Los turistas acudimos en tropel para admirar los colores cambiantes de ese monolito que emerge solitario en medio de una vasta llanura. Algunos, desoyendo los ruegos de los aborígenes, que aún realizan allí ritos de iniciación, también lo escalan. Y a pesar de las prohibiciones, no son pocos los que disimuladamente fotografían ese entrante en la roca que para ellos solo es un motivo más para el álbum, mientras que para los aborígenes es La Bolsa del Canguro, la cueva adonde se retiraban las mujeres a dar a luz, que los hombres aborígenes evitan incluso mirar. El monte está cubierto de tabúes que los visitantes no respetan. ¿Por qué va a aceptar imposiciones quien ha pagado la entrada?
Un malentendido similar se da con la pintura aborigen. Durante mucho tiempo fue considerada un arte primitivo que solo despertaba el interés de los etnólogos. Se sabía que los aborígenes australianos pintaban sus cuerpos, y que el ocre era tan valioso, que era objeto de comercio entre regiones muy alejadas (el ocre azul que únicamente se encuentra en King's Canyon era muy apreciado, y en los MacDonnell Occidentales se puede visitar una cantera de ocre que aún emplean los aborígenes); también se habían descubierto petroglifos, algunos de los cuales se pueden ver en Uluru, y se conocía la costumbre de pintar los cadáveres. Se pintaban postes totémicos, los interiores de los refugios, e incluso, sobre la arena. Lo que un amante occidental del arte percibiría como figuras geométricas abstractas eran en realidad pictogramas: los puntos podían representar plantas en el desierto, líneas onduladas pueden ser agua o humo, un semicírculo con una raya a cada lado es un hombre con lanza y escudo. Cuando se conoce su vocabulario se entiende que muchas telas sean tan similares, igual que hay que conocer la civilización occidental para entender que la proliferación de crucificados o de pesebres no se debe al plagio ni a la falta de originalidad. Eran pinturas ligadas a ciertos ritos, a ciertos lugares. Y, desde luego, no tenían un valor comercial. A los aborígenes les habría sorprendido tanto que alguien les comprase una pintura como les sorprendió que los británicos que se instalaron en las costas australianas se empeñasen en obtener la propiedad del suelo, concepto que ellos desconocían.
La exposición de arte aborigen Sueños, presentada en Nueva York en 1988, descubrió de pronto al mundo sus valores estéticos. En los años setenta se había animado a los aborígenes a pintar sobre lienzo, y en Australia Central se fue formando una corriente con un lenguaje propio expresado con colores acrílicos. Con éxito: en Alice Springs debe de haber hoy casi tantas galerías como bares.
No sé qué pensarán al ver sus motivos decorando las papeleras de Alice, las moquetas del aeropuerto, cuadernos, blusas, sudaderas. Si se sentirán, como reza una leyenda oficial, "orgullosos de ser aborígenes, orgullosos de ser australianos". O si tendrán la impresión de que, una vez más, les están arrebatando su cultura y su forma de vida con la excusa de ayudarlos a integrarse. A los que he visto vender un cuadro en la calle, desde luego no se les descubría en el gesto la satisfacción de quien acaba de colocar ventajosamente una mercancía, sino la resignación, en algún caso, incluso, el rencor, de quien sabe que le están engañando en un negocio.
» José Ovejero es autor de los cuentos Mujeres que viajan solas (Verticales de Bolsillo, 2010) y de la novela La comedia salvaje (Alfaguara, 2009).El monte que se oxida
GUÍA
Datos básicos » Moneda: dólar australiano (equivale a 0,71 euros). » Población: Australia tiene 21 millones de habitantes. Cómo ir » Qantas (www.qantas.com.au ), ida y vuelta a Sidney desde Madrid, a partir de 1.345 euros. La aerolínea conecta Sidney con Alice Springs; el billete de ida y vuelta cuesta desde 166 euros (el vuelo dura unas tres horas). » British Airways (www.britishairways.com ), ida y vuelta a Sidney, a partir de 1.392 euros. » Emirates (www.emirates.com ), ida y vuelta a Sidney, desde 1.260 euros. Visitas » Parque nacional Uluru-Kata Tjuta (www.environment.gov.au/parks/uluru ). El parque abre estos meses de 5.00 a 20.00 (en diciembre, enero y febrero, hasta las 21.00). La entrada de tres días cuesta 17,75 euros. » Alice Springs Desert Park (www.alicespringsdesertpark.com.au ). Abre de 7.30 a 18.00. Entrada, 14,20 euros. » Araluen Centre for Arts (www.araluencentre.com.au ). » King's Canyon se encuentra en el parque nacional de Watarrka (www.nt.gov.au/nreta/parks/find/watarrka.html ). Información » Turismo de Australia (/www.australia.com ). » Web de la ciudad de Alice Springs (www.alicesprings.nt.gov.au ). » Turismo en la región central de Australia (www.centralaustraliantourism.com ). » Turismo en el norte de Australia (www.tourismnt.com.au ).
Ciberescuela en la nada
Una red de historias, de sueños, cubría toda la región; una línea se cruzaba con otra. Los aborígenes creaban así una identidad colectiva y establecían los caminos que transitarían durante su vida nómada en aquel vasto espacio. Vivían en pequeños grupos porque la tierra no era suficientemente generosa. Su forma de comunicación era oral y pictórica; no necesitaban más, ni conocían otras posibilidades. A pesar de que se hablaban más de doscientas lenguas en toda Australia, había comercio, matrimonios entre distintos grupos, festejos comunes y también guerras. Cuando llegaron los ingleses, no lograron distinguir entre los aborígenes una estructura de poder definida. Les parecieron primitivos, los últimos residuos de un mundo abocado a la extinción. Ocuparon sus tierras sin mala conciencia porque consideraron Australia un continente vacío, sin dueño, es decir, sin nadie que lo ocupase efectivamente. No supieron darse cuenta de que los aborígenes habían sobrevivido durante muchos miles de años adaptándose a las condiciones extremas del continente. Pero los ingleses se encontraron con el mismo problema que los aborígenes. Cómo vivir en aquellas regiones inmensas en las que no era posible crear grandes asentamientos, cómo luchar contra el vacío, cómo resolver los problemas de la supervivencia en grupos pequeños. Y llegaron a una solución parecida a la de los aborígenes: crear redes; unas, estables; otras, ocasionales. El ferrocarril y el telégrafo fueron las primeras redes que unían pequeños puestos y asentamientos con el mundo civilizado. Pero eso no bastaba. Los ganaderos y agricultores que vivían aislados, a veces a cientos de kilómetros del vecino más cercano, no podían sobrevivir sin cuidados médicos y sin un vínculo cultural con su sociedad de origen. El primer problema lo resolvieron los Flying Doctors; en los años treinta se creó un sistema sanitario dotado de aviones para atender a los pioneros que vivían más alejados de los núcleos urbanos. Del segundo problema se ocupó, a partir de 1958, la School of the Air. Equipados al principio con radios a pedales, se propusieron que todos los niños que vivían aislados con sus familias en lugares remotos pudiesen recibir la misma educación que los
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