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Columna
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El milagro invisible

La retórica del cruce de culturas y del mestizaje nos remite a tierras remotas (cuanto más remotas mejor, cuanto más lejos más felices, se presume, y más difícil romper tal presunción), mientras se retrata Europa como una tierra aislada, incomunicada, encintada por murallas, alambradas e implacables medidas de seguridad.

Pero una revisión rigurosa de la historia de Europa y del mundo nos llevaría, paradójicamente, a invertir los términos de la argumentación. Si algo caracteriza a Europa es su capacidad para obrar como una esponja. Hace casi tres mil años el Mediterráneo se convirtió en un fecundo cruce de caminos. Grecia y Roma se arrodillaron ante una religión de Oriente Medio, que predicaba en arameo el hijo de un carpintero. Las tribus rubias del norte asumieron el latín, lengua de sus conquistadores, y cuando volvieron a ser libres no dejaron de usar aquella lengua. En la Edad Media, monjes universitarios recorrían de punta a punta el continente, sin atender a las fronteras feudales. Si algo da sentido a Europa es su asombrosa capacidad para interiorizar hechos culturales de extracción muy diferente: un alfabeto que idearon los fenicios, una numeración de procedencia india que difundieron los árabes, el derecho de los romanos, la democracia de los griegos y los británicos. Frente a tantos puntos del globo detenidos en el tiempo, clausurados bajo llave, encarcelados en una cultura rígida y aislada, Europa ha sido a lo largo de la historia un incesante fluir de ideas, culturas y costumbres.

Una de las ocurrencias más extrañas que acompaña al vergonzoso revisionismo de nuestra historia es imputar a Europa, como carencias, aquellos ámbitos donde precisamente alcanza su mayor fortaleza. El continente más abierto al tránsito de culturas e influencias aparece en los obsesos retratistas de la culpa como el paradigma del aislamiento y la intolerancia. Aquel lugar donde circulan con mayor fluidez personas, capitales, mercancías, tecnologías e información se pinta como un búnker de altos muros, donde centinelas vigilan con sus armas para que no entre nadie. ¿Cómo puede haber semejante distancia entre una realidad física y social tan evidente y la imaginación de los nuevos inquisidores? Se habla de fronteras blindadas, pero no para recordar el trato que proporciona la policía egipcia a los refugiados de Darfour, ni la limpieza étnica de Zimbaue, ni siquiera los capítulos verdaderamente negros de la memoria de Europa, como el muro de Berlín.

Las mentiras sobre Europa tienen su abrumador contrapunto en cualquier aeropuerto del continente, donde se confunden con plena urbanidad las lenguas, las razas y los idiomas, en un fértil intercambio. Cuando pienso en Europa pienso en los aeropuertos. Y los que la retratan de otro modo no sólo no han puesto el pie en la calle: además, les da miedo volar.

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