Un Hitler de andar por casa
El tirano se hizo presente en las calles y los hogares de un país que dio carta blanca a mataderos para millones de personas. Una muestra de objetos menores lo ilustra en Berlín
El nombre de la octava y última sala de la exposición podría aplicarse al conjunto: "Hitler de nunca acabar". Entre otras muestras de la enorme presencia de Hitler en los medios de comunicación y la cultura actual se muestran allí las 45 portadas que el semanario Der Spiegel ha dedicado al dictador desde 1964. Y eso que falta la última, de agosto de este año. Desde el pasado viernes, y hasta el 6 de febrero, está abierta una exposición en el Museo Histórico Alemán (DHM, siglas en alemán) de Berlín. Se centra en una pregunta ineludible: ¿cómo pudo un hombre sin estudios, un tipo que había pasado décadas en el perfecto anonimato, desencadenar la guerra más devastadora al frente de un país culto y avanzado? ¿Cómo obtuvo la licencia y la complicidad de sus habitantes para liquidar a millones de personas en mataderos estatales?
Grandes fotos, placas que prohíben entrar a judíos, estatuas de hombres fornidos, pijamas de los condenados...
Una pared que cruza las salas 6 y 7 prácticamente esconde los testimonios más brutales de aquellos años. Quien quiera, que entre y que vea los pijamas y otros objetos de los judíos condenados a la aniquilación. Quien no quiera podrá pasar de largo, como hicieron millones de alemanes mientras se perpetraba el Holocausto. Esa pared parece una metáfora arquitectónica, igual que el rojo sangriento, el gris plomo y el verde bilioso de los muros asimétricos. El arquitecto de la exposición, Klaus-Jürgen Sembach (nacido en 1933), lo reconocía con cartesía: "Así será, si a usted se lo parece".
La muestra recién inaugurada ahorra al espectador detalles truculentos de la vida personal del dictador o de sus banalidades cotidianas. A diferencia del abuelete tembloroso del filme El hundimiento, el Hitler de esta exposición es una figura histórica cuyos hechos merecen aclaración. Es un Hitler de andar por casa, pero por la casa de los alemanes. La de sus víctimas y la de sus cómplices y seguidores. Resulta muy llamativa la presencia del tirano en los hogares y en las calles de la época. Lo estuvo a través de la famosa Radio Popular V301 (llamada así por el 30 de enero de 1933, día en el que Hitler fue designado canciller por el presidente Paul von Hindenburg), así como en objetos de uso diario: soldaditos y gerifaltes nazis de juguete, marionetas con cabeza de judío estereotipado o cuadros de formato menor. Queda claro que, para los empresarios de la época, la figura de Hitler fue un negocio. Y a juzgar por las portadas, películas, series, libros y videojuegos que se le dedican, lo sigue siendo.
Es una muestra de objetos menores. Hay que mirar las placas que prohíben "la entrada a judíos". O detenerse ante el retrato al óleo de una mujer que se adorna con una cruz al cuello: en el reverso del lienzo aún puede leerse parte del Pentateuco, porque el pintor lo arrancó de un rollo profanado de la Torá. La religiosidad laica de los hitlerianos es otro de los ejes de la exposición. Junto a fotografías y testimonios de los destrozos causados por la turba nazi en sinagogas y objetos de culto judíos se encuentran objetos de exaltación ideológica y personal. Las estatuas de hombres fornidos, las imágenes de madres rubias o el estandarte seudorromano de la SA aparecen como objetos de culto cotidiano, expuestos cerca de las cachiporras y los puños americanos que usaban los matones nazis para imponerse en las calles alemanas.
El mismo viernes 15 se cumplían 70 años del estreno de El gran dictador, de Charlie Chaplin. Interpreta al dictador de Tomania, Adenoid Hynkel, obvio trasunto de Hitler que se expresa en una suerte de alemán onomatopéyico del que apenas se entienden las palabras "judío", "chucrut" y "filete empanado". Es la parodia suprema de Hitler y de su régimen, rodada cuando estaba en la cúspide de su poder. Una de las pantallas de la exposición mezcla imágenes de El gran dictador con metraje real del recibimiento de Mussolini en Múnich en 1938. Como decía la comisaria del museo, Sabine Erpel, "cuesta discernir cuáles son las imágenes reales y cuáles las paródicas".
Las caricaturas hechas del tirano en los últimos 65 años contrastan con las cuatro grandes fotografías que reciben al visitante en la parte nueva del museo. La primera presenta a un hombre anónimo entre las masas que celebraban en Múnich el inicio de la I Guerra Mundial, en 1914. La segunda, al agitador del partido NSDAP. La tercera, al dictador. La cuarta es un viejo fotomontaje que lo muestra con una calavera en lugar de cara. Se transparentan para mostrar el contexto en el que se tomaron: desórdenes callejeros, desfiles megalómanos, guerra y destrucción.
En la muestra, la cuestión de "quién era Hitler" obtiene respuestas tan diversas como sus muchas representaciones y caricaturas, sin dejar lugar a dudas sobre los crímenes que Alemania perpetró bajo su mandato. Tras un paseo por el museo, conviene acercarse a la exposición permanente Topografía del terror, montada en el terreno que ocuparon las sedes centrales de la Gestapo y de las SS. De ese modo, colmada la curiosidad sobre Hitler y sus secuaces, es fácil alcanzar aquel estado de ánimo con el que el pintor Max Liebermann recibió, según se dice, la llegada de Hitler al poder: "Sería incapaz de comerme todo lo que tengo ganas de vomitar".
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