Alta velocidad y mala conciencia
Queda la duda de si hemos pasado a ser el país del mundo con más kilómetros de alta velocidad ferroviaria o el segundo, después de China. La llegada del AVE de Madrid a Valencia (siguiendo la plantilla radial, tan idiosincrásica) supone, sin duda, un hito. Así lo corroboran los estudios de impacto económico y la solemnidad de los discursos oficiales sobre el tapete de la depresión colectiva ante la crisis. La sobreactuación de los responsables públicos hace tiempo que no depara sorpresas a la ciudadanía por estos lares porque el énfasis y la exageración se han convertido en una rutina del comportamiento de los gobernantes. Y aun así, la escena de la alcaldesa de Valencia, Rita Barberá, y el presidente de la Generalitat, Francisco Camps, marcándose un baile entre abrazos de júbilo, como dos niños con zapatos nuevos, ante la mirada atónita del ministro socialista de Fomento, José Blanco, induce a la pregunta: ¿De qué se ríen?
Sí, ¿de qué se ríen esos dos emblemas de la irresponsabilidad y el despilfarro? ¿De qué se ríen si sus administraciones fueron incapaces de cumplir reiteradamente las promesas electorales sobre el AVE? ¿De qué se ríen con tanta corrupción y tanto evento quemado a sus espaldas? Felipe González, el presidente del Gobierno que empezó a trazar líneas de alta velocidad sobre la geografía española, explicaba a Iñaki Gabilondo hace unos días en una entrevista que todos los españoles le entienden cuando dice que "hemos vivido por encima de nuestras posibilidades". Todo el mundo entiende que tenemos que pagar lo que nos hemos gastado sin ser nuestro, añadía a título de explicación. ¿Todo el mundo?
Cuando Terra Mítica, aquel primer "gran proyecto" en el que se enterraron decenas de millones de euros de todos los valencianos, está en trance de convertirse en uno más de los reclamos de una empresa cualquiera de parques acuáticos; cuando el viaje del Papa a Valencia en 2006, el padre de todos los "grandes eventos", con sus miles de urinarios portátiles desparramados inútilmente por las calles de la ciudad (¿se acuerdan?), se revela como el sórdido escenario de todos los tramposos, ¿de qué se ríen Barberá y Camps?
Tiene razón González cuando dice que todo el mundo entiende que vivimos muy por encima de nuestras posibilidades, pero puede que eso no implique una actitud consecuente. Al menos, de momento, bajo el impacto inmediato de la ruptura dramática y grotesca, según los casos, de tanta fantasía autoemotiva. Ahí están las encuestas, en las que el electorado conservador se aferra airado a un clavo ardiendo mientras el de izquierdas rumia su perplejidad. ¿Qué nos ha pasado? Cada cual combate la mala conciencia a su manera: unos se exaltan, otros se deprimen. Desde luego, hubo un tiempo en que vivimos por encima de nuestras posibilidades. ¿Pero de qué se ríen?
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