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Columna
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Extremistas útiles

No sé a ustedes pero a mí me mosquea enormemente que todas las semanas haya titulares escandalosos, descalificaciones monstruosas y pornógrafos inconfesos. Antes creía que se trataba de cuatro locos con exceso de adrenalina y de resentimiento, pero ahora veo que actúan en grupo, que definen temas y que marcan estrategias.

Se trata, generalmente, de señores que insultan, arremeten o agreden sin ningún tipo de reparo o de freno. Se precian de no utilizar el lenguaje políticamente correcto. No temen ser calificados de ultraderechistas, machistas o maleducados porque quieren volver a abrir estos territorios ideológicos. Antes eran francotiradores ocasionales, ahora han comenzado a impregnar buena parte de la línea editorial de una serie de medios de comunicación que hasta hace poco presumían de ofrecer una oposición más seria y educada. La cantidad y variedad de estos especímenes, así como la conversión a estas prácticas de nuevos adeptos, me hace temer que no se trata ya de una anomalía o de un delirio individual, sino de una función.

El papel del extremista puede ser de una enorme utilidad, especialmente en la política. Desde tiempos inmemoriales los gobernantes alimentaban grupos extremos para hacer cambiar al público de opinión, al tiempo que aparecían como mediadores ante soluciones extremas. El truco es un tanto forzado pero ha mostrado su eficacia a lo largo de la historia. Ante un problema concreto, un grupo de extremistas desata la paranoia y el delirio para a continuación, el líder político de turno, proponer una solución menos drástica pero que camina en la misma dirección. La dramatización de los conflictos cumple la función de exaltación y de alivio posterior, pero sobre todo, puede cambiar las reglas del juego, alterar los consensos sociales y provocar, en este caso, una derechización creciente de la sociedad.

Pongamos por caso, un conocido juez afirma que tan solo el 2% de las denuncias de violencia de género son verídicas y que el 98% restante son falsas. Sin duda el público no lo creerá, pero (y ahí está la función) tenderá a relativizar la autenticidad de las denuncias y será más proclive a restar importancia a estos criminales atentados contra las mujeres. El ejemplo es válido en casi todos los casos que abordan en su radical y ultraderechista visión de la sociedad, ya se trate de temas de inmigración, delincuencia, derechos de las mujeres, sistema impositivo, memoria histórica o calidad de la enseñanza pública.

Por eso, empiezo a pensar que disparar dialécticamente contra estos personajes, es como hacerlo contra el mensajero. Es más, creo que disfrutan de una morbosa gloria que se nutre de nuestra irritación hacia su mensaje. Como si nuestro enfado fuese el síntoma claro de haber dado en no sé qué diana de feria. Sin embargo, los que obtienen la ventaja política, económica y electoral con estos comportamientos silban y miran para otro lado sin mancharse apenas las manos, pero recogiendo los frutos de tan triste cosecha. Me pregunto si no sería mejor interpelarlos directamente. No comprendo por qué razón nadie le pregunta a Rajoy si está de acuerdo o no con la algarada ultraderechista en su fiesta nacional favorita.

Tampoco es posible entender que no se les coloque en la tesitura de definirse respecto a las denuncias por violencia de género, la escolarización de los hijos de los inmigrantes, la escuela pública o la investigación biomédica. En vez de discutir con la oposición real, se debate con unos fantasmas agrandados por las sombras de la crisis y del malestar social que marcan una agenda oscura de rencores y de regresiones ideológicas. Son extremistas útiles que abren el camino a la derecha a golpe de machetazo a la ciudadanía y a los valores que con tanta dificultad hemos construido. Empieza a ser urgente que el PP, cuyo ascenso al poder facilitan, empiece a responder de todo esto.

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