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Columna
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Libros, médicos, magos

En Galicia los médicos eran, en muchos casos y sobre todo en el mundo rural, los transmisores de un saber racional y los portadores de un poder ancestral de curación. Ilustrados y eficientes, fueron venerados por los campesinos desde sus aldeas y pequeños pueblos, a los que la modernidad iba dejando cada vez más abandonados, incluso en los años veinte y treinta del siglo pasado, cuando la emigración y la inmigración cambiaron el mapa del mundo, y también, por ello, el de Galicia.

Manuel Díaz González (O Incio), Telmo Bernárdez (Redondela), Amancio Caamaño (Pontevedra), Luis Poza (Pontevedra), Eduardo Sánchez Fraga (Mugardos), entre otros muchos (con estos me une algún tipo de recuerdo, vínculo de amistad o proximidad o conocimiento de su vida), fueron médicos rurales y/o urbanos, y su muerte tuvo que ver con su profesión, su saber, su eficiencia o su acción política. También Castelao. Algunos de ellos (como Castelao o Manuel Díaz) fueron también compañeros de Nóvoa Santos y alumnos de la Escuela Médica Compostelana (Varela, Gil Casares, entre otros). La mayor parte de ellos fueron asesinados por los insurgentes, que al hacerlo quebraban a sabiendas la línea fina que unía el saber y la piedad del progreso con el atraso rural. La línea que llevaba la ilustración a los campos dejados de la mano de dios. A los maestros (A derradeira lección do mestre: Lámina de Castelao) les pasó lo mismo: pertenecían también a esa línea fina e ilustrada que fue cortada para cerrar el flujo de saber de la ciudad a la aldea o al pueblo.

Es la literatura la que debe perpetuar la verdad que tanto hemos callado en favor de la paz

El libro Sementeira e Memoria. Represalia e desagravio dun médico lucense republicano, de José Luis Díaz Gómez, médico-cirujano en México, especialista en Neurociencia y sobrino de Manuel Díaz, el médico de O Incio (el libro está editado en el Fondo de Cultura Económica en su versión castellana, y en Edicións do Castro en la gallega), nos recuerda todas esas cosas que deben ser inolvidables para que este país atlántico no pierda memoria e identidad.

En esta misma historia, pero más de estudiantes y políticos, más de posguerra y de tardofranquismo, el libro Inmunda Escoria (Xerais), de Ricardo Gurriarán, vuelve sobre la Compostela de posguerra y la sesentayochista, planteando una relectura de nuestro mundo desde la percepción ilustrada y crítica del autor. Este es más mi mundo de estudiantes y el mundo en que muchos compostelanos nos criamos y dimos vida a nuestros sueños en aquellos años oscuros. No éramos magos o misioneros civiles, como los médicos del libro de Díaz González, éramos jóvenes que soportaban una inmensa mediocridad cultural, humana y política, y que comenzaron a batirse con el viejo régimen de forma sistemática: fuimos el símbolo de algún cambio que algún día llegó, más o menos satisfactorio y más o menos real, pero llegó y cumplió algunos, no todos, de nuestros sueños cívicos, democráticos y galleguistas.

Uno de los más absurdos movimientos de toda involución, de toda regresión, es quemar libros, como recordaba la novela de Manuel Rivas (Os libros arden mal), con una foto impresionante en A Coruña de una cacharela de libros humeantes al comienzo de la sublevación. Ocurrió en muchos lugares tocados por igual maldición, como en Alemania, y los libros, como la personas, pagaron el delirio totalitario hacia el que aún quedan algunos melancólicos de la muerte ajena. A veces, incluso, en importantes lugares sociales. "Muera la inteligencia, viva la muerte", dicen que le gritó a Unamuno un militar que olvidó su digna condición de tal en aquel extraño momento en que los libros volvieron a temblar.

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Repensaba estas cosas mientras leía o presentaba en Madrid estos libros, y se me venía de golpe otra vez todo aquel tiempo del que algunos no se han apartado nunca, como si un imán negativo y brutal tirase aún de algunas conciencias hacia aquello que, por durar tantos años, se hizo casi normal, habitual. Está bien la paz y está bien el perdón, al menos el perdón privado, pues el público sólo se otorga a los que lo piden, como nos recuerda el cirujano José Luis Díaz en su libro. Y son los libros los que deben perpetuar la verdad que tanto hemos callado por esa paz que no incluyó nunca la petición de perdón, pero que es paz al cabo. Y que dure siempre.

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