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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

El primer reto de Handke

Para ilustrar el cambio paradigmático que han sufrido las literaturas occidentales en el último cuarto de siglo no hay nada mejor que la (re)lectura de ciertos libros que en su momento revolucionaron el panorama literario. Viene perfectamente a mano para este cometido la nueva y formidable traducción de Los avispones de Peter Handke, una novela que convirtió en 1966 a su entonces veinteañero autor en aplaudido iniciador de un debate acalorado sobre las inciertas perspectivas de futuro de la narrativa alemana, algo que en el mundo literario comercializado de ahora resulta harto difícil de imaginar.

Que un escritor se plantee una cuestión teórica del terreno literario como contenido -¡y forma!- de su primera novela parece hoy inconcebible. Que se sirva de un formato poco legible, la revista de ambientes angustiantes y feos, y construya una seudotrama apenas reconocible, directamente sería motivo de rechazo por parte del editor. (En Alemania, nada menos que la prestigiosa editorial Suhrkamp apostó por el desconocido austriaco, quien, al saberse aceptado en la editorial de Beckett, Faulkner y Frisch abandonó al momento sus casi concluidos estudios de Derecho). Y, por último, es muy poco probable que un escritor principiante actual se atreva a enfrentar a sus lectores con un vocabulario tan especializado, unas descripciones tan minuciosas y unos hilos narrativos tan complejos.

Los avispones

Peter Handke

Traducción de Anna Montané

Nórdica Libros. Madrid, 2010

238 páginas. 18 euros

Los avispones representa un reto de lectura. Handke se propone demostrar, mediante un sofisticado juego lingüístico, que toda narración literaria está mediatizada por nuestra experiencia y un lenguaje no natural sino adquirido, y lo hace a través de una fascinante, detalladísima reconstrucción de los procesos de percepción de un ciego. "Lo que veía no lo veía por medio de la vista, sino por medio del estremecimiento de las cosas inanimadas mismas, que yo ya no percibía como distintas o alejadas de mí, porque ellas, por el mero hecho de que yo las veía, me abrían las venas, como si aquello inanimado, gracias a que, de alguna manera, había dejado de ser visible, pudiese estremecerse de dolor para aquel que contemplaba sin ojos". La atención que exige el intrincado texto es grande, pero se ve compensada mil veces. Quien se adentra en él, afinará el oído para las funciones de dominio y orden del lenguaje, aguzará la vista sobre la realidad social empañada por él, abandonará algún que otro dogma sobre el conocimiento racional, y, de paso, revisará sus ideas de cómo ha de ser la literatura. Porque aquí escribe alguien que desmonta todo y empieza desde el principio para reinventar la literatura. A sabiendas de que esto es imposible. Pero es lo que le corresponde a sus 23 años: las más altas pretensiones. "Escribir puede ser un intento de conquistar el mundo. Retener con palabras lo existente que se ha vuelto habitual con el uso diario (...), recogerlo con un lenguaje que agudiza la atención (...), significa volver a apresar el mundo que estaba ya medio olvidado, y reanimarlo con los sentidos".

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