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Columna
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La luz roja

La luz roja es alarma, si se enciende de pronto, y es también faro, si se vislumbra a lo lejos, cuando vamos sin luna y su brillo es el único que nos guía a través del bosque de la noche. La luz roja es así faro de Djuna Barnes, como es también farolillo en las películas chinas y en nuestras carreteras secundarias. La luz roja es la que ilumina los corazones (chinos también, mira por dónde) que venden los ambulantes nocturnos por Madrid. Los que Ajo Micropoetisa usa en sus microshows se los vende Jamal, que es de Bangladesh. Una noche, en el José Alfredo, Jamal se sentó con Ajo y otros cuantos, entre ellos Leopoldo Alas. "Bangladesh no maricón", decía Jamal, y ahí sigue, repartiendo corazones de luz roja por las calles de Chueca y Malasaña. Es posible que aquella noche estuviera también con ellos Víctor Crémer (nieto del también poeta y ensayista leonés Victoriano Crémer), si es que no eran los tiempos en que andaba en Australia. "Tráete un boomerang", tituló Leopoldo el poema que le escribió entonces a Víctor. Apareció incluido en su libro Concierto del desorden, que publicó Calumbur en 2007, y del poema formaba parte una dedicatoria expresa que, sin embargo, desapareció de la edición de su Poesía Reunida, póstuma y homónima. Así que el poema se publicó incompleto en esa última edición, pues una dedicatoria escrita por un poeta como encabezamiento de un poema forma parte del mismo. Sin ella, el poema de Leopoldo Alas está mutilado. Tal mutilación solo puede entenderse desde la vileza del destino: ya sea en forma de mano borradora o en forma de descuidado azar. Una vileza aún mayor si la dedicatoria fue hecha por un poeta a un hermigo (que es una palabra que significa "hermano amigo" y que aspira a estar en el diccionario) y, sobre todo, si quien la escribió ha muerto y ya no puede defender su obra. "Que lo recordamos engañoso de la infancia / pero que el boomerang no vuelve. / Que lo hacen con la madera / más ligera del bosque, / pero que nos mintieron. Y lo añoras, pero que no vuelve. Y que Australia, / desprendida de los continentes / es una balsa vacía. / Y que si te vas no vuelvas. / Y que si vuelves, tráete un boomerang", le escribió Leopoldo Alas a Víctor Crémer.

El editor Eduardo Jiwnani es un mestizo que tiene pinta de dandi y que viene del punk

Pero La luz roja es también el nombre de una editorial. Es el nombre de un proyecto inusual a través del que Eduardo Jiwnani practica el amor a los libros: sus palabras, sus estilos, su color, su textura, su sonido. Eduardo Jiwnani es un mestizo que tiene pinta de dandi y que viene del punk. El best seller de su editorial son los Micropoemas de Ajo, que van por la séptima edición y que, como si hubieran seguido los mismos pasos que su autora, llaman la atención desde el rosa chillón de la cubierta: que la micropoeta había pasado del punk al pink ya lo advirtió José Ángel Esteban, periodista experto en vocales. Pero en La luz roja están también Víctor Crémer y su De nepente o Fernando Renjifo y su Hélice, que fueron con Ajo quienes acompañaron a Eduardo Jiwnani en La Realidad, presentando las nuevas ediciones de La luz roja. Para Jiwnani, La luz roja es toda esa cultura nuestra que viene de lo rojo, de lo republicano, de lo revolucionario ("siendo revolución no solo la de la militancia sino también la de la taberna, la del café: vale que no les ganemos por las armas ni les asustemos con poemas, así que les ganaremos haciendo bien nuestro trabajo, que, como señaló Pasolini, es ya en sí un acto revolucionario", dice este editor, "porque la revolución es un sentimiento y corrientes tan maravillosas como el surrealismo habría triunfado en España si no hubiera venido el enano con bombachos"). Lo que La luz roja pretende es recuperar el espíritu de la literatura antifascista y ser también una alarma ante el peligro de desaparición de esa estela en las procelosas aguas de la globalización: "La luz roja no es un negocio sino una apuesta; no es una inversión sino una ludopatía". Por eso sus libros, de pequeño continente y gran contenido, son tan buenos y bonitos. "Los he leído en el tren", celebró el insigne Juan Carlos Eguillor, pintor y dibujante, que estaba la otra noche en primera fila de La Realidad, al fondo, seguro que a la izquierda.

Estábamos en La Realidad, seguro que Leopoldo Alas también. Al fondo, su presencia invisible podría ser la luz roja que ejerciera de alarma y nos sirviera de guía en la oscuridad de la noche (de la muerte). Fue de los primeros que apoyaron un proyecto editorial que comenzó lanzando ediciones de 25 ejemplares (¡ejemplar!), que se revisaban en casa y de uno en uno. Los distribuía en moto el propio editor. Ahora se pueden encontrar en librerías deliciosas, que aún quedan, como Arrebato Libros, en la calle de la Palma, 21, Eléctrico Ardor, en la calle de Pelayo, 52, y Panta Rhei, en la calle de Hernán Cortes, 7. Librerías que son también luces rojas, faros que podemos seguir en estos tiempos de rara oscuridad: la del bosque sin árboles. Quedan librerías así como quedan editoriales así como quedan libros así, de los que nos señalan el camino. Quedan voces como la de Víctor Crémer (que cuando volvió de Australia no trajo el boomerang porque su destinatario, Leopoldo Alas, ya se había ido): "Temblor y sueño de la luz / hasta la última palabra".

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