_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Viene el Papa

Gracias a la deferencia de Andrés Torres Queiruga, un grupo de personas tuvimos hace años la oportunidad de departir con Hans Küng, el archienemigo de Joseph Ratzinger, antiguo censor y hoy flagrante papa Benedicto XVI. El teólogo alemán es sin duda uno de los intelectuales católicos de mayor relieve, pero mostró en aquella ocasión un error de juicio. En un cierto momento le pregunté (eran los tiempos del Papa polaco): "¿Después de Wojtyla, quién?". Su respuesta fue más o menos esta: "Lo lógico sería que no se tratase de alguien como Juan Pablo II, dado que la continuidad de un radicalismo así amenazaría la extensión del catolicismo ni, por supuesto, de alguien como yo, del ala progresista de la iglesia, inaceptable para los cardenales. Lo lógico sería una personalidad del estilo de Pablo VI, más moderada y capaz de hacer retornar a los templos a los creyentes".

El catolicismo pierde peso. En Galicia, sólo el 48% de los jóvenes se declara creyente. De practicantes, ya ni hablemos

Lejos estaba Hans Küng de suponer que el martillo de heterodoxos sería erguido a tal dignidad, pero así fue. Su intuición, sin embargo, no andaba descaminada. El fundamentalismo religioso de la actual curia no puede más que favorecer una constante reducción del número de fieles. La iglesia católica se siente disconforme con la modernidad y no sabe actuar ante ella más que con resentimiento y desazón. Las estadísticas son muy elocuentes cuando refieren la pérdida de peso del catolicismo en todo el mundo. No otra cosa sucede, por supuesto, en España, lugar en el que la constante intromisión de la jerarquía española en el juego político hace que se la identifique con la derecha. Ni tampoco en Galicia: entre nosotros, sólo el 48% de los jóvenes se declara creyente. De practicantes, ya ni hablemos.

Los que ya iríamos peinando canas si tuviésemos pelo sabemos, sin embargo, que no siempre fue así. Por supuesto que la Iglesia estuvo muy comprometida con el franquismo y en la retina está la foto en la que puede verse a las jerarquías religiosas y militares saludando en la Praza da Quintana con el brazo en alto -el ave fascista importado de Italia- en plena Guerra Civil. El nacional-catolicismo existió, aunque ya empiecen a menudear revisionistas que hasta eso ponen en duda. Sin embargo, también existió el aggiornamento, Juan XXIII, el Concilio Vaticano II, los curas obreros y el diálogo con el marxismo, la gran fuerza intelectual de aquella época -los años sesenta- que, sin embargo, pronto empezó a declinar. El vínculo entre una iglesia popular y el antifranquismo estuvo bien representado entre nosotros por gente como Moncho Valcarce, el cura das Encrobas -hay que leer sus escritos para apreciar lo que tenía de místico-, Antonio Martínez Aneiros o Pepe Chao.

Tal vez aquello sólo fue un paréntesis, un desvío producto de un descuido cardenalicio, pero si existe la oportunidad de una verdadera religión la cerrazón y el fundamentalismo de aquellos que hoy se hacen pasar por la iglesia -gente como Rouco Varela- a despecho del Espíritu Santo, tendría que quedar atrás. Ya en combate contra los teólogos conservadores protestantes Charles Eliot, profesor emérito de la Universidad de Harvard observó, en 1909, que la religión sólo debería tener un único mandamiento: el amor a Dios, expresado en el servicio práctico al prójimo. No existirían iglesias ni textos sagrados, ninguna teología del pecado y ninguna necesidad de culto. Es un punto de vista no muy distante de lo que hoy puedan proponer gentes como Torres Queiruga y otros católicos progresistas, silenciados y arrinconados por un aparato eclesiástico que nada tiene que envidiar al del partido más estalinista.

El 6 de noviembre, Benedicto XVI estará entre nosotros ocho horas, las justas para partir después a Barcelona. Alguien ha calculado que cada minuto suyo en Galicia le costará al erario público 6.000 euros. Otros -Feijóo entre ellos- replican con la gran publicidad que esa visita deparará. Es, ciertamente, una discusión intrascendente, aunque siempre deja ver que la austeridad que se predica admite excepciones, dependiendo de las simpatías del gobernante. Más chusca fue la ocurrencia de Alfonso Rueda, más tarde secundada por Feijóo, de pedir la prórroga del Año Santo con la intención de extender los beneficios turísticos del año Xacobeo. Sin duda no se trata de una frivolidad, propia de las ocurrencias que a todos se nos aparecen al tercer gin-tonic, sino un homenaje oculto de los dos dirigentes a los inventos que en el TBO enunciaba el Doctor Franz de Copenhague.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

En un lenguaje que es en sí mismo una parodia Feijóo declaró: "El objeto de la propuesta no era otro que conseguir posponer los efectos económicos del Xacobeo". Esta sería una de las "líneas estratégicas" de la Xunta para incrementar el PIB gallego y afrontar el recorte del 12% que se va a producir en los presupuestos autonómicos. Lo han leído bien "Esta sería una de las líneas estratégicas".

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_