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Columna
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El fin del mantel

Lévi-Strauss relata un mito africano en que hacer de comer se asimila a hacer el amor, con una correspondencia semántica, término a término, en que "las piedras del hogar son las nalgas, la marmita es la vagina, el cucharón, el pene".

Sin llevar las cosas tan lejos, la relación entre la mesa y la cama y la interrelación de numerosas expresiones correspondientes al hambre, la gula y la lujuria ("te comería", "devórame", "hambre de ti", etcétera) ponen a las claras el cruce simbólico entre las plataformas de la cama y de la mesa y entre la sábana y el mantel.

En ambas máquinas del hogar el placer se dispone sobre una superficie plana, un tálamo patente, donde se hacen más explícitos los objetos que se desean y en donde el deseo, sobre el mantel o sobre las sábanas, deja sus marcas, sus máculas y pringues de una consistencia y color cercanos.

El mantel sucio y la cama manchada se retiran con urgencia de la vista puesto que un sentimiento aversivo, posterior a la ingestión opípara, convierte su visión en un testimonio incómodo. Un testimonio agotado y frío. De hecho, a la mesa llegan los alimentos calientes, las carnes recién horneadas tal como si su temple se correspondiera con signos muy parecidos en los cuerpos de los amantes y en cuya fiesta de fuego permanecen vivos.

¿Comer sin mantel? La diferencia entre una comida con o sin mantel significa hoy una diferencia de tiempos y un acortamiento del placer, su voluptuosidad y su dulce concupiscencia. Un periodo corto destinado a la función de comer o cenar, apenas un tapete o una bandeja en el almuerzo o por la noche ante el televisor, denota un diferente goce a través del alimento. Un alimento que, salvo en las conmemoraciones y grandes festividades, pasa de ser un manjar, más o menos cumplido, a convertirse en un menú estricto e incluso frío. ¿Muerto?

El mantel abandera simbólicamente la ingesta del festín colectivo y en cuanto reunión gloriosa. De la misma manera que la sábana pulcra y tersa hace pensar en un interminable lanzamiento de los cuerpos al cielo.

El mantel asienta a sus comensales sin aparente limitación y la sábana blanca, fulgurante, anticipa el deslizamiento de un cuerpo en otro a través de una invisible y perpetua cinta de Moebius.

De estos dos escenarios, el comedor y la alcoba, se deduce la plácida lentitud de las reuniones amables y también, por supuesto, una morosa degustación sin reglamento ni racionamiento.

La mesa sin mantel indica tanto prontitud como funcional consumición del plato. Hace sentir el deber de la urgencia y la experiencia práctica. De este modo, también la copulación comercial se apoya en superficies fáciles de reponer, fáciles de convertirse, tarde o temprano, en elementos de paso. De este modo el sexo progresivamente ha pasado de pesar mucho a pesar poco y de abandonar la gravosa responsabilidad de la procreación a la efímera ligereza de la recreación.

Una escena bien conocida en la pintura, El almuerzo sobre la yerba (1863) de Manet, representa simultáneamente el deleite de la comida feliz junto a la presencia de la sexualidad explícita y dorada sobre el cuerpo desnudo de la mujer que nos mira de frente. Dos figuras masculinas vestidas y abandonadas a la supuesta e inmediata devoración sexual completan junto a la segunda joven del fondo un cruce entre los víveres del cesto derramado y el deseo sexual flotando entre los mínimos intervalos de cuerpo a cuerpo. El mantel que, al fondo, se está extendiendo sobre el suelo de yerba ondula mentalmente el abrazo que envuelve la integridad sexual de la escena plasmada en el lienzo. Un lienzo que acoge la presencia de hombres y mujeres en una conjunción del sabor y el amor unidos en un cuadro de sombras, árboles y condimentos.

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