Sonrisa en vena
A finales de los ochenta, en una matinal de los cines de La Vaguada, mi amigo Juan Ford y yo vimos una película llamada Mystic Pizza y salimos del cine con euforia callada. ¿Cómo diablos se llama esa tía?, nos preguntábamos sin decirnos nada. La tía se llamaba Julia Roberts. Para nosotros, como había escrito Guillermo Caín, el cine era el Evangelio. Así que admitíamos todo tipo de profetas, desde los maestros, los genios de la escritura, los payasos que nos hacían reír en la pantalla, los actores inmensos, hasta las presencias magnéticas, por más que estuvieran al servicio de películas mediocres. Qué más da. Julia Roberts da la talla de las estrellas clásicas y si Audrey Hepburn pudo disfrutar de directores como Billy Wilder, William Wyler o Stanley Donen, a ella le ha tocado lidiar con otra época del cine norteamericano. Estuvo en San Sebastián presentando su nueva película, que los críticos han definido como existencialismo pijo, un nuevo género donde te cuestionas el sentido de la vida en una tarde de compras en cualquier gran almacén. Allá le dieron el Premio Donostia, que aunque suena a amenaza violenta, permite recrear la mirada sobre ella.
En los días previos a una huelga general, que nos visite Julia Roberts es una inyección vitalista. Creo que todos preferimos ver a Messi reír tras un regate que verle llorar tras una dura entrada. También preferimos la sonrisa de Julia Roberts, que tiene entidad de monumento patrimonio de la humanidad. Ella sostiene que la heredó de sus padres y que no es ningún mérito propio, como tampoco es un mérito de los parisinos tener la Torre Eiffel, pero ahí está, para quien quiera mirarla. Los españoles siguen adictos a su sonrisa y cada vez que pasan Pretty Woman por la tele se pegan a la pantalla como si aquello tuviera poderes intravenosos. Recuerdo los años en que ella también coqueteó con el abismo, daba problemas en los rodajes y mientras hacía de Campanilla en Hook sin entenderse con Spielberg, los tabloides rumoreaban ávidos sobre su adicción a la heroína. Todo el mundo tiene razones para la tristeza, por eso que alguien saque a pasear una sonrisa así es un regalo de cristal, que merece la pena apreciar con delicadeza.
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