Mochila
Permítanme limitar la onda expansiva de la tristeza por la muerte de José Antonio Labordeta a los territorios de la televisión. Al menos en esta columna. Otros contarán con más criterio muchas cosas de alguien a quien sus amigos apodaban El abuelo. El profesor de instituto, el cantautor, el político, el escritor y hasta el actor ocasional, se refundieron en el presentador de televisión. Aquel guía entre antropólogo y caminante disperso, condujo a una numerosa audiencia por casi 30 capítulos de la serie Un país en la mochila. Y seguramente reemitirá más de una vez en el futuro como prueba de la dignidad de un programa. Labordeta era el perfecto sherpa de un viaje a pie, sin afanes de protagonismo, cuajado con conversaciones casuales donde se ayudaba de la retranca, la cultura cercana y la socarronería emboscada tras el bigote.
Labordeta y su mochila fueron hasta objeto de burla en aquellas tardes infames donde el Congreso de los Diputados debatía sobre la guerra de Irak. Allí, cuando tuvo que mandar a tomar por culo a algún diputado conservador que por fidelidad a su caudillo no lo dejaba hablar, Labordeta terminó de forjar un recuerdo imborrable. El del tipo sencillo que hablaba sobre un plato de borraja con la misma pasión que si fuera caviar. Aquella imagen de viajero por caminos sin gloria, tenía algo de otro tiempo. Pero no de un tiempo pasado y perdido, sino de un tiempo que quizá no existió nunca. Labordeta encontró su utopía en los caminos sin nombre, en la gente de una aldea que sabía de algo por la fuerza de la costumbre, en paisajes que nunca tuvieron glamour de postal. Retrató una España cordial frente a la patria cainita, humilde ante la desmesura, silenciosa frente a la vanidad. Se fue a buscar algo que echarle a la televisión que no tuviera sabor a televisión, sino a tierra. Una apuesta provocadora y hasta intransferible. Había que ser Labordeta para hacer aquello y no caer ni el paternalismo ni en la cutrez. Su legado televisivo permanecerá terco entre productos de usar y tirar, como sus canciones hechas a guitarrazos siguen siendo himnos a la utopía más asequible del mundo, pero siempre inalcanzable.
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