Nibali, Mosquera, la eternidad
El siciliano resiste los ataques del gallego en la Bola del Mundo y se convertirá hoy en el primer italiano que gana la Vuelta desde 1990
El mundo se detuvo, dejó de girar, seguramente, y la Vuelta se hizo eterna en tres kilómetros eternos, la belleza eterna del ciclismo, la lucha hasta el final, el mano a mano interminable entre dos personas, dos deportistas que, seguramente, habrían preferido morirse sobre la bicicleta antes que renunciar voluntariamente a seguir dando pedales, a seguir doblándose, retorcidos como el tronco de un olivo viejo, como unas manos artríticas, sobre dos ruedas en una pared vertical, en una cuesta que dolía hasta subir a pie. Oliver Zaugg -un suizo que corre en el equipo de Nibali, el líder, el siciliano de rojo, emocionado por lo que oía, miles de gargantas chillando en éxtasis, en agonía, en la cima del Puerto de Navacerrada, altitud 1.860 metros, donde el aparcamiento- paró la bicicleta en mitad de la curva que daba comienzo al añadido, a los tres kilómetros de cemento, la cinta estrecha y tiesa que lleva a los 2.247 metros de la Bola del Mundo, la cima de la Vuelta, y, como atraído por un imán, giró la cabeza hacia la pantalla gigante que proyectaba en esos momentos el mayor espectáculo del mundo. Eran Mosquera contra Nibali, pero también, dada la grandeza con la que interpretaban sus papeles, el líder que defiende, el segundo que ataca todo lo que puede porque lo único que puede perder es el miedo, podían ser Coppi contra Bartali, Ocaña contra Fuente, Merckx contra Ocaña, Perico contra Roche o Contador contra sí mismo.
"Ganar la etapa me hace feliz, me saco una espina", se conformó el español
La eternidad duró, exactamente, desde la curva hasta la cima, donde la niebla acrecentaba el clima irreal, paralizado, de todo lo que se vivía, 14m 33s, aunque el ataque, el primer ataque de Mosquera, el casco sobre la frente, la mirada en el asfalto, los hombros echados para adelante, se había producido un poco antes, un par de kilómetros más atrás cuando al final de la segunda subida a Navacerrada -todo el día, desde San Martín de Valdeiglesias, fue un continuo subir y bajar por un recorrido que parecía una madeja de idas y vueltas-, Fränk Schleck encendió la mecha.
Estalló poco después Mosquera. Una probatura que no rompió. Poco después, el segundo ataque, en terreno más duro, más fuerte. El gallego, que necesitaba recortar 50s al siciliano -42s si contaba con los 8s de diferencia en la bonificación entre primero y segundo- hizo ya hueco. Tensó la cuerda y rezó sudando para que se rompiera. "Soñé por un momento que ganaba la Vuelta", dijo. Por detrás, Nibali, que reza de verdad, que es católico de corazón y se puede leer en sus labios cómo musita un avemaría antes de las contrarreloj, empezó a escuchar no a su corazón, sino a su director, al gigante Mario Scirea. Escuchó mensajes de calma, de cómo lograr mantener la cuerda aun tensa sin romper, de cómo descorazonar a Mosquera subiendo sin perder nunca la razón, sin caer víctima del pánico. Se cruzaban en el espacio con los mensajes de Pino a su pupilo, directos a su corazón. Los directores, dos niños manejando un joystick; los corredores, dos gigantes jugándose la vida.
Pese a todo, pese a que veces parecía que Nibali cedería, 10, 15, 18s, cerca del punto de no retorno, pese a que veces parecía que Mosquera volaba y el otro quedaba atrapado por la gravedad, la inteligencia, el control se impuso. "Me faltó desarrollo, me clavaba con el 27, pero aunque hubiera tenido un 29 o un 34, no habría doblegado a Nibali, que iba muy fuerte", reconoció Mosquera luego, cuando el sueño de la Vuelta se convirtió en cálculo para ganar al menos la etapa. A falta de 500 metros, cuando ya Nibali empezó a recortar sin cesar, cuando se rompió el encantamiento, Zaugg, feliz, se subió a la bici y enfiló la subida saltando como una cabritilla caprichosa.
"Yo, para entonces, solo pensé en guardar unas poquitas de fuerzas para al menos ganar la etapa", dijo Mosquera. Ya, para entonces, en un último esfuerzo, Nibali se había pegado finalmente a su rueda. Luego, elegantemente, generosamente, no lanzó la bici con los riñones para ganar la etapa más hermosa de la Vuelta en muchos años. "Ataqué para ganar la Vuelta, no la etapa", dijo Mosquera, que subirá hoy al segundo escalón del podio de Madrid. "Pero ganar la etapa me hace feliz, me saco una espina. He llegado a lo mejor de mi vida a los 34 años, casi 35".
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