El humor propio
Lo primero que hay que dejar claro desde la primera línea es que el humor -como decía Wenceslao Fernández Flórez- es algo muy serio. Por lo tanto, quienes hacen el humor más de tres veces al día no son ni unos pervertidos ni unas potencias de la naturaleza. De hecho, la melancolía, el pesimismo y la independencia crítica le van mejor al humor que el optimismo, la jovialidad y los compromisos trascendentales.
Es difícil precisar si el humor nace o se hace, pues antes de aprender a reírnos de nosotros mismos -esa fase superior del humorismo, según los marxistas chaplinistas- es necesario comenzar desternillándose de alguien o de algo. ¿Quién no se ha reído de adolescente al contemplar una caída ridícula o un papelón ajeno? No obstante, la epifanía humorística sólo nos traspasa si aprendemos a reírnos después de hacer un papelón o cuando nos viene la risa floja después de pegar un patinazo. Tal es la diferencia que existe entre caerse y "tirarse al suelo", porque si Saulo se hubiera "tirado al suelo", jamás se habría convertido en San Pablo.
Una parte de la humanidad considera el humor fundamental y la otra lo considera una funda mental
Sin embargo, como la finalidad del humorismo no es hacer reír sino hacer pensar, uno prefiere a los apóstoles que predican el humor al prójimo a través de sus cuentos y novelas, aunque valoro más a quienes hacen el humor desde la crónica, el ensayo y las memorias. Chesterton solía decir que la naturaleza del ensayo es la broma y Bertrand Russell confesaba desde el prólogo a una recopilación de sus ensayos: "No quisiera que me tomaran en serio únicamente cuando me pongo solemne". Para la literatura inglesa, Chesterton y Russell fueron genuinos humoristas, pero una mayoría de sus lectores de habla hispana celebra con más entusiasmo las severidades e intransigencias de aquellos maestros de la ironía y la paradoja.
A pesar de Cervantes, el humor en lengua española tiene muy mala prensa, pues innúmeros editores, críticos y lectores confunden la ironía con el chiste y la paradoja con la mala leche. El mismo Borges debería ser considerado un humorista genial, mas no por las malignas injurias que se le atribuyen, sino por haber escrito un ensayo como Arte de injuriar. ¿No es una señal que los dos grandes clásicos de la lengua española -Cervantes y Borges- hayan perfumado sus obras de humor?
No soy partidario de mezclar el ADN y el DNI para dilucidar las claves del humor, aunque existan lugares comunes como el humor inglés, la gracia andaluza y los chistes alemanes. Para mí hay individuos que tienen sentido del humor y otros que simplemente no lo tienen, con independencia del gentilicio que los adorne y dejando claro que tenerlo o no tenerlo no hace ni mejor ni peor a nadie. Por otro lado, hay quienes creen que el sentido del humor consiste en reírse de los demás, pero no toleran que se rían de ellos y jamás se les ha pasado por la cabeza reírse de sí mismos. Estos sujetos caen muy mal y le hacen un flaco favor al humor verdadero, que es el que se ejerce contra uno mismo, tanto si se emplea la primera persona del plural como la del singular. De ahí el inevitable malentendido entre la conciencia y el atlas, responsable de acuñar conceptos tan peregrinos como el "humor judío", cuyo equivalente político podría ser la "democracia cristiana".
Hasta aquí, espero haber dejado claro que una parte de la humanidad considera el humor fundamental y la otra lo considera una funda mental. Por ello me atrevo a sostener que el hombre nace aburrido y la sociedad lo divierte (o lo hunde en la miseria).
Ahora bien, que el humor no tenga o no conceda prestigio literario en nuestra lengua, no quiere decir que no contemos con escritores finísimos y centenares de obras memorables. Sin salir de la literatura española podríamos presumir de Quevedo, Valle-Inclán, Ramón Gómez de la Serna, Álvaro Cunqueiro, Julio Camba, Enrique Jardiel Poncela y Wenceslao Fernández Flórez, por no hablar del chileno José Santos González Vera, del argentino Conrado Nalé Roxlo, del peruano Héctor Velarde y sobre todo del mexicano Jorge Ibargüengoitia. Profeso auténtica devoción por Los relámpagos de agosto (1964), una joya del genio de Ibargüengoitia y del humorismo literario, al igual que Tres tristes tigres (1967) del cubano Guillermo Cabrera Infante. Todos los autores citados en la intimidad de este párrafo no sólo eran capaces -como Cervantes y Borges- de hacer el humor en las cómodas residencias de la ficción, sino también en los moteles del artículo, en las pensiones de la memoria, en los aparcamientos de la reseña y hasta en los ascensores del ensayo.
Las listas que siguen recogen los títulos que en mi arbitraria opinión son los mejores libros humorísticos de los últimos tres años. Por lo tanto, si quiero ser consecuente con mi concepción del humor, tengo que incluir obras de ficción y no ficción, pero especialmente libros cuya máxima ambición sea hacernos pensar desde el humor. Como los límites temporales me impiden incluir El miedo a los animales (1995), de Enrique Serna; El fin de la locura (2003), de Jorge Volpi, y Si Sabino viviría (2006), de Ibán Zaldúa, los convoco aquí a manera de modelos de novelas que nos muestran las iniquidades literarias, las modas ideológicas y los nacionalismos cejijuntos a través del cristal del humor. Con todo, a diferencia de la lista de obras traducidas -donde son mayoría los ensayos, memorias y provocaciones autobiográficas-, en castellano las obras seleccionadas se concentran en la ficción, lo que no quiere decir que seamos más imaginativos sino probablemente más pudorosos. Ay, el pudor que tanto hiere nuestro amor propio cuando no provoca nuestra vergüenza ajena.
La vergüenza ajena y el amor propio son dos expresiones escalofriantes de nuestra sensibilidad hispánica, quizá porque consienten una paradójica confusión que escamotea los verdaderos significados de lo "propio" y lo "ajeno". A saber, que el genuino amor es el ajeno y la vergüenza que nos concierne es la propia. ¿Será el exceso de amor propio y el pavor a la vergüenza ajena lo que reprime el humor en las literaturas hispánicas? Desde esa melancólica certeza me atrevo a ponerle algo de humor propio al asunto, pues al fin y al cabo españoles y latinoamericanos publicamos en castellano, y por más intensos y solemnes que tratemos de ser, nuestras ventas siempre serán de risa. Por eso el humor me sirve de autoayuda, para sacar pecho pensando que aunque mis libros no están entre los más vendidos, seguro que al menos están entre los más saldados.
Fernando Iwasaki (Lima, 1961) es autor de España, aparta de mí estos premios (Páginas de Espuma. 2009), Helarte de amar (Páginas de Espuma) y Libro de mal amor (RBA). Participará el miércoles en la mesa redonda La literatura de humor, ¿un género menor?, en el Festival La Risa de Bilbao / Bilboko Barrea. En agosto dirigió el curso de la Universidad Complutense de Madrid El humor en los tiempos de cólera. www.fernandoiwasaki.com.
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