También mató a mi madre
Mientras preparaba una película sobre los afectados por amianto, el director Juan Miguel Gutiérrez descubrió que ese mineral había acabado con su propia progenitora
El amianto mata en diferido. Es un producto vendido a toneladas en todo el mundo para ocultar el calor y que paradójicamente ha quemado los pulmones de miles de personas que convivían con sus fibras. Ese rastro de muerte que ha dejado a su paso por las fábricas de medio mundo atraía de manera irracional al cineasta Juan Miguel Gutiérrez (Rentería, Guipúzcoa, 1945). Una atracción que, como tantas otras, no se materializaba en nada, era como un bloque de barro al que los golpes no acababan de sacarle el alma. En su fuero interno, el cineasta sospechaba que tarde o temprano acabaría escribiendo el guión de un documental sobre ese asunto, pero no era una prioridad, no estaba planificado. De hecho, ni siquiera sabía cómo hacerlo. Pero cuantos más artículos leía, más crecía en su interior una sensación de deuda con sus afectados. El horror que le generaban los cada vez más numerosos testimonios de los supervivientes prácticamente le había convencido de que estaba ante una obligación ética.
"La película se puede piratear y distribuir gratis, si ayuda a frenar la sangría que se ha generado", dice el director
Como ya había realizado otros 11 documentales -Bozes lexanas en 2005, Motema na ngai en 2008 y el corto Zuzendu, mesedez! (¡Enfoquen, por favor!) en 2009, entre otros-, estructuró el embrión de uno más. Una obra capaz de exorcizar la fascinación inicial que le proporcionaba todo ese universo y transformarla en una historia de coraje de miles de condenados a una muerte segura por haber aspirado décadas atrás las fibras de ese mineral.
El amianto se utilizó de forma masiva en Norteamérica y Europa hasta los años sesenta, y en España, hasta los ochenta. "Los 40 primeros pisos de las Torres Gemelas se acabaron en 1969 y tenían amianto. Las demás ya no", recuerda el realizador. En España se prohibió en 2002.
Así que poco a poco fue preparando un guión básico y a partir de ahí comenzó los primeros contactos con víctimas y expertos. La idea era seguir la ruta de un aislante que ha ido dejando un rastro de horror a su paso desde el Norte hacia el Sur y ahora en su huida de Occidente para refugiarse en los países emergentes del Este.
Pero una tarde de enero pasado, y a medida que seguía recibiendo información de ese mundo, se coló en el teléfono una llamada de su hermano. Quizá de tanto hablar del asunto, Javier Gutiérrez, el responsable del laboratorio gastronómico del restaurante de Juan Mari Arzak, le preguntó si estaba seguro de cuál era la causa real de la muerte de su amatxo Araceli Márquez.
"¿Estás seguro de que mamá murió de cáncer de pulmón?", le increpó. Ese es el diagnóstico que les transmitió su padre, también fallecido, aunque por causas diferentes. Posiblemente en 1980, cuando Araceli murió en San Sebastián con una patología pulmonar que le generó al final terribles dolores, el médico simplificó el diagnóstico. La palabra cáncer la conocía ya todo el mundo.
Hasta 1960 la familia Gutiérrez Márquez vivió en Rentería, en una vivienda junto a la actual plaza de la Música. Varios de los afectados que entrevistó para el documental le recordaron que esa plaza se levantó donde antes se erguía la empresa Paisa, Producciones y Aislamientos, que recordaba perfectamente. Lo que no sabía era que manufacturaba amianto. Ese dato lo cambió todo.
Aquella fábrica estaba a 10 metros del domicilio materno, tenía un gran ventilador que funcionaba las 24 horas y además apuntaba hacia las ventanas. Podía ser una casualidad y no guardar relación con el fallecimiento de su madre, pero el puzle sobre sus seres queridos, de repente, tenía nuevas piezas. Es como si, también de repente, esas piezas quisieran colarse en su película.
Ahora es muy fácil pensar que no era necesaria la presencia de Araceli en una fábrica en la que nunca trabajó. El ventilador de la muerte estaba metiendo las fibras directamente en sus pulmones. Pero hace pocos meses era casi ciencia-ficción. El concepto de "contaminación ambiental" ha sido reconocido en la reciente sentencia del Juzgado de Primera Instancia 46 de Madrid, que ha obligado a Uralita a abonar 3,9 millones a 45 ciudadanos que vivían junto a las fábricas de Cerdanyola y Ripollet por sufrir los vertidos de amianto.
Cuando los dos hermanos acudieron al hospital Oncológico de San Sebastián para ver si podían acceder a la ficha histórica de su madre, ambos se estremecieron: 30 años después conocieron que falleció por un "mesotelioma pleural", una patología asociada al amianto.
En apenas un segundo, Juan Miguel Gutiérrez pasó de mirar esa sustancia como un problema doloroso, pero ajeno, a convertirse en una víctima más.
En ese mismo instante decidió que su película número 12 se llamaría La plaza de la Música. También decidió que el rodaje empezaría allí, en la antigua ubicación de Paisa, junto a la casa en la que Araceli le enseñó a amar el cine contándole con todo lujo de detalles las películas que veía los domingos.
"Empieza allí, pero acaba a miles de kilómetros. El del amianto es un mundo que no acaba en la historia de cada uno", dice el cineasta. Los 70 minutos que dura la cinta son un ejercicio de militancia obligada contra quienes no asumen la responsabilidad de haber utilizado ese producto y de denuncia de los países que siguen sin exigir medidas de seguridad estrictas para su manipulación. Empieza en Rentería y acaba en la India. La película ha sido seleccionada para el Festival de Cine de San Sebastián y será exhibida a partir del próximo día 17 en la sección oficial Zinemira. "Se puede copiar, piratear, pedir y distribuir gratis, el caso es que ayude a frenar la sangría que ha generado", dice.
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