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Columna
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Agurtzane

Cuando viajo siempre me acuerdo de ese anuncio de embutido que mostraba a una pareja española caminando por Nueva York. El marido se quejaba amargamente de que llevaban días yendo a restaurantes exóticos y se moría por llegar a casa a comerse un bocadillo de... Y en ese momento aparecía un camión de la marca de embutidos patria, al ritmo de Everybody's talking, el tema principal de Cowboy de medianoche. El hombre se quedaba embelesado.

También recuerdo una escena de una de mis películas favoritas, El turista accidental. El protagonista es autor de unas guías de viaje muy particulares, diseñadas para extirpar todo el encanto a viajar. "Viajar es una incomodidad, así que vamos a hacerlo de la forma menos dolorosa posible", parecía decir. En la secuencia a la que me refiero el escritor hace un repaso de los mejores perritos calientes que se pueden comer en Londres, para que el viajero norteamericano no se sienta muy alejado de casa. Pienso en ese momento cada vez que veo a turistas estadounidenses en un McDonald's de Madrid, Granada o San Sebastián. O cuando a mí, en un festival de cine en Canarias, para que me sintiera cómodo me llevaron a un restaurante vasco a cenar. La intención del anfitrión desde luego era buena, pero lógicamente para comer un marmitako me quedo donde estoy.

Cuando viajo (cosa últimamente rara, porque los conceptos "autónomo" y "vacaciones" no casan demasiado bien) me gusta sentirme en un lugar extraño, donde no las tengo todas conmigo: no entiendo el idioma, no reconozco las calles por las que camino y tengo la sensación de que la aventura está a la vuelta de la esquina. Disfruto con esa incertidumbre, por lo que cualquier elemento familiar me distrae de mis propósitos. Esto sucedió en Brasil, hace unos años. Estaba yo en un albergue de Salvador de Bahía compartiendo habitación con cuatro canadienses barbudos de dos metros de alto que me hacían sentir como Ricitos de Oro. Era muy temprano, alrededor de las siete y media de la mañana, cuando un grito no sólo me despertó de golpe, sino que rompió la magia. En la calle una mujer gritaba a su amiga, que debía estar a un kilómetro de distancia por el volumen del berrido: "¡¡¡¡Agurtzane!!!!" Ya no estaba a miles de kilómetros de casa, bebiendo cachaça y viendo espectáculos de capoeira. Ese grito con acento del Goierri me transportó a mi Euskadi natal a la velocidad de la luz.

Pero no crean que soy de esos que dicen que no son turistas, sino viajeros. Yo también soy lo peor. Hago esas terribles comparaciones entre lo que veo en un viaje y lo que conozco de primera mano. Paseas por South Kensington en Londres y dices: "Este barrio es como Indautxu en Bilbao". Ves el Golden Gate de San Francisco y lo comparas con el puente de La Salve. Cosas de esas. En realidad me parezco bastante al del anuncio del embutido, al canario que me invitó a un vasco o a la amiga de Agurtzane.

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