Fuerteventura
Escribo en Gran Tarajal, Fuerteventura, a dos metros de donde hace unos años, durante todas las primaveras, muchas veces en verano, y con mucha frecuencia en otoño y en invierno, se depositaban los restos de las pateras.
Algunas veces esas pateras volcaban cerca de la orilla, y los ocupantes, que habían buscado en el futuro una vida que su tierra de origen les negaba, eran ya parte terrible de las estadísticas. Cuando sobrevivían, que por fortuna fue muchas veces, muchos se dispersaban por algunos lugares de España, y ahora esos rostros que fueron atemorizada población de las islas ya son parte de la geografía humana de ciudades y pueblos de los que son vecinos. A todos los ha herido el clima violento de crisis que el capitalismo le ha regalado a esta parte del futuro, pero están vivos. Ese es, decía Borges, un milagro que precede a todos los otros milagros.
Durante mucho tiempo esa fue la realidad; ahora ya casi no hay pateras, o por lo menos no existen en este desolladero de barcos frágiles en este muelle de la isla que fue destierro de Unamuno y uno de los refugios de otro vasco enorme, Ignacio Aldecoa. Unamuno descubrió aquí que los lugareños tiraban al mar uno de los tesoros del Atlántico, los percebes, a los que llamaban patas de cabra. Descubrió también que el cuerpo era una parte sustancial del alma, y exponía su alma entera, es decir, su cuerpo desnudo, al sol de la isla.
Aldecoa vino por aquí huyendo de una España oscura; en cierto sentido, como Unamuno, fue un desterrado en la isla. Y dijo, recordando ante el paisaje el pasaje vital de su paisano vasco: "En Puerto del Rosario —hasta anteayer Puerto Cabras—, viento y polvo rojo. Paisaje solar. Solar Castilla, donde don Miguel de Unamuno cumplió destierro, reencontrando su amor castellano, su amor por la tierra crisol en los yermos sedientos majoreros". Y añadía el autor de Cuaderno de godo, su homenaje a las islas: "Fuerteventura es una tierra sin ventura. Buena tierra, pero sin agua".
A esa buena tierra, pero sin agua, venían los africanos cuyos restos devoraba el mar cuando no tenían la fortuna de seguir imaginando otro futuro, cuando afincaban sus pies desnudos en este solar que prolonga el desierto del que venían. Ahora este lugar ya desprovisto de pateras, en el muelle y en el horizonte, es la expresión de una paradoja. Las estadísticas dicen que la vida se rompe, no hay trabajo, tampoco hay dinero y ni siquiera esperanza; la realidad conspira en contra del porvenir y ahora ese es un suceso envolvente, parte del desierto en que el mundo se desenvuelve; pero vengo de México, donde la miseria y la riqueza se dan la espalda por centímetros, y donde el porvenir también es una orilla en la que, si no andan listos los peregrinos, la muerte es la palabra que sigue. Ahora nos parece mentira que haya sido desterrado en su propia tierra un hombre como Unamuno; y lo cierto es que el mundo está lleno de desterrados, esta es la realidad; aquí esa realidad se tocaba hasta hace nada, pero si uno saca la mano y la deposita en el horizonte, toca la misma miseria de la que antes venían. Ahora vivimos un espejismo porque no hay restos de pateras en este paisaje. Pero es precisamente esta ausencia la que indica cuán mísero es todo, cómo ha crecido la miseria para que ya la gente no busque en este mar la tantas veces desgraciada ruta de su esperanza.
![Miguel de Unamuno, en su despacho.](https://imagenes.elpais.com/resizer/v2/S4LQLHTSZ6TLBPLE53MNNANZVM.jpg?auth=2267db139f431abc4a2de37bb42f106e638e6f8253771d5295b3508e5561b960&width=414)
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