Entusiasmo
Antes del verano murió la madre de uno de mis mejores amigos. Como no participamos de la glorificación funeraria ni la misa forma parte de nuestros ritos, combatimos la tristeza poniéndonos dos viejos episodios de Seinfeld en su televisor. Seinfeld fue una serie paradigmática, que trataba de nada con la misma pasión que uno le hubiera puesto a tratar del sentido de la vida. Yo vivía en Estados Unidos cuando alcanzó su cota de celebridad más radiante y la cita semanal con la serie se convirtió en el antídoto contra la carencia de otras citas más excitantes. El productor y cocreador de la serie era un tipo llamado Larry David, que había sido comediante sin brillo y actor sin futuro. Terminada Seinfeld, puso en marcha un concepto aún más delirante. Recrear sus conflictos particulares en un Los Ángeles marcado por lo políticamente correcto, la amabilidad amenazante y las relaciones interesadas. La serie, de media hora, se llamó Curb your enthusiasm, algo así como Modera tu entusiasmo, y desde entonces crispa y enerva a algunos en la misma proporción que a otros nos provoca regocijo y felicidad.
Durante el verano he devorado la séptima temporada, sin aguardar a que ninguna cadena española la infraprograme, la doble, la retitule o la cancele a mitad de juego. Salvo un par de episodios donde se exprime en exceso la gracia particular, la serie roza la genialidad casi con constancia. Para comenzar, Larry sospecha que su nueva pareja tiene cáncer y corre a abandonarla antes de que ella tenga acceso a los resultados de la biopsia. Así es este personaje, rastrero, vil, pero inteligente, adorable, hermano. Para recuperar a su antigua pareja, una actriz discretilla, acepta montar un episodio de celebración de Seinfeld y darle un papel. Ambas series, que se han venido citando y retando desde sus trincheras, se funden en un reencuentro anticlimático y pueril como la vida misma. Larry David es un ejemplar único para el entendimiento humano, una cita elitista y brutal con la realidad cotidiana y sus espejos deformantes. En España, donde nunca arranca, podrían titularla Educación para la ciudadanía, pues algo de eso es su macabra, irrenunciable y kamikaze vocación por la verdad y el criterio propio. Verla ha sido un goce autoprogramado.
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