"Los políticos hacían rabiar a Ayala"

Francisco Ayala murió en noviembre de 2009, camino de los 104 años. El escritor que se hizo en Granada, vivió la efervescencia republicana, el horror de la guerra y la extrañeza del exilio, estuvo lúcido casi hasta el instante final. Su mujer, la profesora norteamericana Carolyn Richmond, le recuerda ahora sentada entre las cosas que les fueron familiares, en la casa en la que vivieron, en el barrio de Chamberí de Madrid. "Nunca se quejaba Francisco. Había que intuir qué le dolía. Hasta el final. No se quejaba. Claro que tenía sus rabietas. Pero sobre todo con los políticos. Los políticos le hacían rabiar".
Hubo un momento, casi al final de su larga vida, en que su rabieta fue contra su cuerpo. "Su gran miedo, antes del centenario y después del centenario, era a perder la movilidad. Una vez se cayó, tuvo miedo y me dijo: 'No voy a volver a andar. Quiero morir". Pero volvió a andar, en seguida. Fue muy consciente, dice Carolyn, de la pérdida de la vista, "pero por lo menos veía lateralmente, aunque no demasiado. Pero eso le producía a la gente la impresión de que veía. ¡Hasta teníamos nuestros trucos ensayados para que siguiera la conversación con la cabeza aunque no viera a nadie!".
"Llamaba al médico para que dijera que estaba bien y poder tomarse un whisky"
"Lo hacía", sigue la esposa de Ayala, "porque ante la ceguera las personas se desconciertan mucho, y él quería que su interlocutor se sintiera cómodo". A él esas carencias no le producían ni dolor ni desconcierto. "Aceptaba su situación siempre". Cuando ya su cerebro no le daba suficiente energía para dictar, acabó también con la escritura, pero en ningún modo dio la impresión de sentirse molesto. "Yo tenía que intuir qué podía lastimarle. Siempre".
Hasta que leía el periódico, o cuando, ya en los últimos años de su vida, se lo leía Carolyn. "Entonces venían sus rabietas. Se enfadaba por los políticos, y no solo con los de este país. Y por la estupidez humana en general. No aguantaba la estupidez en las personas que pretendían ser inteligentes. Entendía las limitaciones intelectuales de cada uno y no se enfadaba porque una persona determinada no fuera brillante. Eso no le importaba".
A veces el escritor decía, cuando había superado los 100 años: "Estoy durando ya demasiado". ¿Hubo algún momento en que se cansó? "Dependía de la calidad de vida. Recuerdo una vez que llamamos un taxi. Llegó un eurotaxi; para él era muy difícil subir, y se cayó. Al día siguiente no podía andar. Lo llevaron a un hospital. Tenía la pelvis fracturada. Fue en ese momento cuando dijo que si no podía andar no quería vivir".
Y volvió a andar. "Fue una decisión, tenía que volver a andar. ¿Cómo lo hizo? Como no podía usar bastón, porque se enredaba en él, decía: 'Voy a andar'. Era muy divertido: se levantaba, me agarraba por la cintura y hacíamos la conga andando por los pasillos, yo delante y él persiguiéndome. Así practicaba... Por entonces hubo una reunión de la Fundación Francisco Ayala y vinieron muchos a verle. Él se sentó muy obediente en la silla, le hicieron fotos, asistió a la reunión y cuando todos se fueron, él se levantó, me agarró por la cintura y seguimos con nuestros ejercicios de conga".
En los últimos tiempos lo que más le alegraba, dice Carolyn, "era sentirse cuidado; los detalles, una buena comida, algo que le leyera. Le gustaban las cosas sencillas, muy sencillas. Él decía que cada día era un don, hasta que llegaron las últimas semanas".
Antes de que su cuerpo ya avisara del final, Ayala siguió su costumbre ya legendaria de tomarse un whisky o dos cada vez que había oportunidad. A veces, dice Carolyn, se inventaba una enfermedad, cualquier dolencia, para hacer venir a casa a uno de sus médicos favoritos, el doctor Blanco. "Cuando ya el médico dictaminaba que no tenía nada importante, Francisco reclamaba su whisky. ¡Y yo me negaba a llevárselo a la cama! Así que el enfermo imaginario tenía que venir con el médico al salón, a compartir su whisky, que en realidad para eso me hacía llamar al médico". A veces decía que duró tanto gracias a la miel y al whisky. Y a que no perdió de vista la vida ni un solo instante.

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