Aquí había un parque
No era un parque excepcional. No albergaba ruinas históricas o especies botánicas singulares. Indigno de mención de cualquier memoria de parques ilustres, a lo más que podía aspirar era a un apunte con foto en algún folleto de la Concejalía de Medio Ambiente. Era un parque corriente, de barriada. Pero era mi parque. Me lo robó un alcalde.
Un día se llenó de grúas, de casetas de obras, de alambradas, de bulldozers con sus pinzas amenazantes de cangrejo metálico, y de obreros con cascos amarillos. Luego vinieron los socavones. Rivalizaban entre ellos por formas y tamaños. Los había volcánicos, estrechos y profundos; de tazón, suaves y extensos; de pozo, oscuros e insondables. Y llegaron también los escombros de toda condición, desde cadáveres de animales incautos, a madejas de cables, fragmentos de muros o restos de vegetales torturados.
Sería escenario para una película bélica o un documental de meteoritos
Prometen ahora que tendrá "playa urbana", "río seco" y "sendero lento"
La nostalgia está sobrevalorada pero duele si te arrancan los recuerdos
Aquí tomé mis primeros 'pelotazos', en el pleistoceno del 'botellón'
Antes de la debacle, a ningún director de cine se le hubiera ocurrido rodar una escena de una comedia romántica en mi parque. Demasiado vulgar: ningún rincón con encanto, ninguna gruta ni estanque artificial, ningún laberinto o parterre de setos en los que inspirarse.
Sin embargo, en su actual estado sería el escenario ideal para cualquier película bélica, un documental sobre meteoritos de National Geographic o una recreación sobre la llegada del hombre a la Luna. De hecho, cuando vi la oscarizada En tierra hostil, por un momento creí que los destripados descampados de Bagdad eran, en realidad, los de mi parque en obras.
A los cavazanjas y sus planificadores hay que reconocerles su habilidad en el destrozo. De sus estragos no se ha librado nada. Árboles, fuentes, chiringuitos, columpios, bancos... Todo destruido. Miento, indultaron por azar a una hilera de plátanos que me sirvió en su día como recta final de mi carrera de footing diaria.
Sí, porque aunque resulte difícil creerlo, yo corrí alguna vez por este paisaje de trincheras de Verdún. Carreras nocturnas: primero por mi afición atlética juvenil; luego por mantener la forma; últimamente por el mero hecho de estar solo, dejando que el esfuerzo me extenúe hasta arrancar toda esa ira que acumulamos durante el día a fuerza de cruzarnos con gente enemiga.
Cuando llegó el alcalde con sus planes y sus planos, se acabaron las carreras. Tuve que mudarme a otros parques. Pero no eran sino sucedáneos, no me hacía a ellos, como con las camas extrañas de los hoteles. Me hostigaban sus paseantes, sus perros, sus corredores. Corriendo por esos parques de exilio, en lugar de deshacerme de la violencia interior, de extraer la armonía de la fatiga, me enrabietaba aún más.
Tenía que recuperar mi parque como fuera. Quise informarme. Pero la caseta blanca que colocaron al inicio de la guerra (perdón, de las obras) llamada pomposamente "punto de información", estaba cerrada a cal y canto. Busqué en la web municipal. No hablaba de plazos. Se limitaba a prometer una visión idílica de cómo iba a quedar el parque tras la remodelación, incluyendo una "playa urbana", un "río seco" y un "sendero lento". Pero, ¿qué se echan estos concejales en el café? ¿Cursilina? ¿Cómo llaman entonces a los agujeros que han cavado sus máquinas? ¿Oquedades temporales pendientes de revisión? Las honorables autoridades municipales no solo dictan las ordenanzas de la hecatombe sino que encima son redichos en su redacción.
Con tal de que figure su nombre en una placa y codearse en los palcos con los constructores a los que enriquecen, les importa una mierda arrancar de cuajo un parque entero, un trozo de mi memoria, de la de tantos. Era necesario por mor de los "soterramientos de la circunvalación", dijeron las excusas oficiales. Así de soterrados deben estar mis recuerdos del parque, gracias a sus eficaces excavadoras.
Soy de los que opinan que la nostalgia está muy sobrevalorada, que concedemos demasiada importancia a las vivencias pasadas sin sopesar que solo son nuestras y, por tanto, a los demás se la traen bastante floja. Pero eso no quiere decir que los recuerdos no duelan cuando te los arrebatan a traición, como el que te arranca de sopetón un esparadrapo de una herida en carne viva.
En aquel parque alguna vez fui adolescente. Saludaba la primavera escapándome del instituto a media mañana para leer en un banco o simplemente perderme en sus solitarias avenidas, inaugurando así la temporada de pellas, que se prolongaba hasta la semana de los exámenes finales. En aquellos bancos de madera desgastada, hoy hechos astillas en algún vertedero municipal, ensayé mis primeros besos y me tomé los primeros pelotazos en la era pleistocénica del botellón. Que sean unos recuerdos vulgares, como los de tantos otros, no quiere decir que yo no tenga derecho a regodearme en ellos porque un petimetre con bastón de mando quiera pasar a la posteridad dejando la ciudad como una guarida de topos.
Cuando se inmortalizaban, los faraones al menos tenían la delicadeza de levantar sus pirámides donde no había nada. Cómprese un desierto con las tasas que nos cobra, señor alcalde, y plante allí su pirámide o una efigie con su retrato si le place. Pero devuélvame mi parque.
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