Hegemonía china
La economía china acaba de alcanzar un tamaño superior al de la japonesa. El PIB nominal de Japón en el segundo trimestre del año totalizó 1,2 billones de dólares, mientras el chino alcanzaba 1,337 billones; para el conjunto del primer semestre del año, sin embargo, el valor del PIB japonés fue algo superior (5,07 billones, frente a 4,9 billones del chino). Al margen de problemas valorativos, como los derivados de la evolución de los tipos de cambio, el hecho es que el tamaño de la economía china medido en términos de paridad del poder de compra (PPP) hace años que superó al japonés.
No por previsible deja de sorprender esa transformación de la todavía considerada una economía emergente en la segunda de mayor dimensión del mundo. Desde la aplicación de las reformas emprendidas por Den Xiaoping de 1978, son muchos los años de crecimiento ininterrumpido, muy superior al promedio de la economía mundial. Son también diversos los indicadores parciales que adelantaban esa creciente hegemonía: desde el liderazgo exportador hasta la creciente importancia relativa que han ido cobrando producciones de valor añadido, muy distantes de las manufacturas simples, únicamente intensivas en trabajo barato. La cuantía de sus reservas internacionales, el potencial de sus flujos de inversión directa en el extranjero, el control creciente de la producción de materias primas, la capitalización alcanzada por algunas de sus empresas, son igualmente expresivos de esa aceleración con que ha alcanzado el podio de las economías más poderosas. Sobre bases tales, y de mantenerse la tendencia de las últimas décadas, no es exagerado asumir, como algunas proyecciones anticipan, que en algún momento del final de la próxima década el tamaño del PIB chino supere al de EE UU.
Mucho más tiempo costará alcanzar los niveles de PIB por habitante propios de las economías avanzadas. A pesar de los evidentes progresos en la eliminación de la pobreza, una parte considerable de los 1.300 millones de chinos sigue al margen de la prosperidad observada en las grandes ciudades. Con 2.940 dólares per cápita en 2008, según el Banco Mundial, ese indicador devuelve a ese país a posiciones propias de muy rezagadas economías en vías de desarrollo. Otros indicadores específicos del bienestar de la población (educación, cuidado sanitario, etcétera) denuncian igualmente una muy injusta distribución de las ganancias derivadas del crecimiento. La cada día más explícita desigualdad puede constituirse en un serio factor de inestabilidad política que llegue a cuestionar el hasta ahora equilibrio entre un totalitarismo político y una economía crecientemente homologable a las que se basan en el mercado como mecanismo de asignación.
No es necesario insistir en que la estabilidad de ese país ahora ya no es un problema exclusivo de las autoridades chinas. La influencia económica y geopolítica alcanzada obliga a acelerar la completa integración de ese país en las instancias multilaterales en la posición que le corresponde. Su papel en la gobernación económica y política global no ha de ser menos importante que el de la mayoría de los que se sientan en el G-8 o disponen de capacidad decisoria en el Fondo Monetario Internacional o el Banco Mundial. -
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