No hay perdiz que se le iguale
No se ponen de acuerdo los avisados sabios sobre el lugar donde se originaron los primeros nabos. Unos, sin duda atraídos por la costumbre, sitúan su origen en el Oriente, por allá las tierras del Irán. Otros, deudores de la lógica, prefieren encontrarlos hace miles de años en nuestra Europa, donde siglos y siglos después seguía paliando las hambrunas que de tanto en cuanto se producían en las frías tierras que hoy ocupan Holanda, Alemania y los paisajes que las circundan.
En aquellos lugares, el consumo de la crucífera fue tan excesivo como imprescindible, de tal suerte que la llegada de la patata constituyó todo un hito y una fiesta, sea por la novedad o por las posibilidades culinarias que presentaba, amén de constituir una fuente alimenticia de primer orden. El siglo XVIII marcó la transformación, ya que Francia sustituyó paulatinamente el nabo por sus sucesoras, las patatas americanas, y su ejemplo fue seguido de inmediato por los países colindantes.
La novela picaresca, como el Lazarillo, recoge una visión ínfima del nabo
Sucedió lo mismo en nuestra tierra, el nabo dejó de producirse en cantidad desde que los frutos traídos por los conquistadores los pudieron sustituir, siempre con ventaja, así sea por la relación intelectual que unía al nabo con el hambre y la Cuaresma. Ejemplo de esta visión de la raíz lo tenemos en cada una de las obras de nuestra novela picaresca, en las que el digno producto siempre se ve envuelto en vicisitudes que lo dejan en ínfimo lugar en lo gastronómico. Así, no podemos olvidar el sutil cambio que perpetra el Lazarillo cuando da a su ciego amo de comer un humilde nabo asado en vez de la grasa longaniza que este esperaba. Ni la brillante frase que dirige a sus alumnos maese Cabra en El Buscón, de Quevedo: "¿Nabo hay? No hay perdiz para mí que se le iguale", dice el maestro en un momento histórico que el no va más del lujo en el comer era la carne, que se concretaba como mito en la seca aunque sustanciosa ave.
Sin embargo, el tiempo cura todas las heridas, incluso las infringidas por la necesidad, y el nabo, después de su práctica desaparición, renació de sus cenizas e inició una remontada en su cultivo y en su utilización, merced a los placeres que producía su carne suave y dulce, que la hacía ideal para acompañar asados y grandes platos.
Como el clásico de la gastronomía catalana, que los utiliza para realzar la carne de los patos, sea en su variante de nabos negros -solo el exterior- o blancos de la Cerdaña; sea en un guiso con tomates, cebolla y hierbas del monte, sea como los cocina Santi Santamaría, que añade para mejor aliño del guisado un chorrito de vino rancio y luego pone a cocer el conjunto -pato y nabos- largo rato, en un caldo de ave.
O también sea formando parte de un puré, en el que actúan con el protagonismo que les es debido, pese a tener que apoyarse en alguna porción de patatas para compensar su falta de cuerpo, y lograr su ligazón -Bocuse dixit- con unas yemas de huevo, junto a él atemperadas, que no hervidas.
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