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verano húmedo

Novedades Anita

Un muslo entrevisto, la curva suave de una nalga, un hombro con el tirante desprendido, ¿una cadera angulosa?, sí, una cadera angulosa, y también unos pechos apenas protegidos por el antebrazo, y también una espalda bien cincelada, y también... Ocurrió todo durante el verano de los hierros. Debido a una malformación de los huesos que amenazaba con dejarme inválido, esas vacaciones llevaba puesto un aparato ortopédico que me forzaba a mantener las piernas estiradas. Caminar era difícil y bañarme estaba descartado, así que por la mañana, con mi padre en el despacho y mi madre y mis hermanas en la piscina de la Hípica, nadie sabía muy bien qué hacer conmigo. La solución fue Novedades Anita, la tienda de ropa de la hermana pequeña de mi madre.

No era una tienda muy grande pero pasaba por ser la más chic de la ciudad (de una ciudad en la que nadie sabía lo que significaba chic). Tenía a un lado los mostradores y al otro el probador y los percheros. Yo, con las piernas atrapadas en sus jaulas, ocupaba una mesita detrás de los percheros, y allí leía tebeos y hacía repaso de francés. La tía Anita me saludaba todas las mañanas con dos besos húmedos y ruidosos, y luego se despreocupaba de mí hasta que mi padre pasaba a recogerme a la salida del trabajo. Nunca en mi vida he vuelto a tener la sensación de invisibilidad que tuve aquellos días en mi rincón de Novedades Anita. Mi tía, siempre acelerada, hacía cientos de cosas a la vez: cogía un dobladillo, hablaba por teléfono, fumaba, saludaba a alguien de fuera, cambiaba de emisora, buscaba un bikini que se le había extraviado... Hacía cientos de cosas, y lo único que no hacía era mirarme.

Tampoco sus clientas reparaban jamás en mí. Entraban y salían del probador con las prendas a medio abotonar, y a mí esa sensualidad indolente me mantenía alerta. Pero nada más. Para que de verdad pasara algo tenían que coincidir dos factores: que la mujer estuviera dentro, cambiándose, y que en el instante preciso alguien abriera la puerta de la calle. Había entonces unos segundos en los que la corriente hinchaba la cortina del probador y mis ojos celebraban la perfección de ese muslo entrevisto, esa curva suave de la nalga, esa cadera angulosa, etcétera.

¡Qué sensación de plenitud, la de mirar sin ser visto! Pero aquello no podía durar eternamente. Una mañana de finales de julio, hubo una discusión por un bañador de piel de leopardo que mi tía había enseñado a una clienta y que luego no encontraban por ningún lado. ¿Cómo puede desaparecer la ropa?, ¡si hace un minuto estaba aquí!, decía mi tía y, cuando añadió que no se lo había podido llevar nadie, las dos mujeres se volvieron hacia mí. En ese momento supe que la invisibilidad me había abandonado para siempre. Mi tía me miró a los ojos y dijo: ¿Tú? Luego echó un vistazo a su alrededor como haciendo recuento de las prendas que habían desaparecido a lo largo del mes y repitió: ¡Tú!

LAURA PÉREZ VERNETTI

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