ONCE
Me apunto a un taller literario que descubro en un piso de la calle Hortaleza, a dos pasos de la pensión. A ver si me enseñan el modo de hacer visibles, sobre el papel, las historias invisibles de mi cabeza. El primer día de clase, créetelo, aparece una piba con un ejemplar de Me cago en mis viejos. Es la primera vez que me ocurre algo así y no me lo puedo creer. Me parece el desiderátum, la hostia, lo nunca visto. A lo mejor, me digo, las cosas empiezan a arreglarse. Pero cuando me encuentro en pleno subidón de autoestima, pasa junto a su mesa el profe, descubre el libro y pregunta a la piba que cómo se le ocurre presentarse con aquella basura en un lugar respetable.
Como yo, en mi condición de Carlos Cay, soy invisible, tomo nota de lo que se siente al ver sin ser visto y me cosco enseguida de que la invisibilidad engrasa, como una droga, la maquinaria del discernimiento. Gracias a esa agudización puedo ver lo que ocurre dentro de la cabeza del profe. Y lo que ocurre es que ha encontrado un chivo, el tal Carlos Cay, sobre el que descargar su mala leche literaria. Durante los siguientes minutos marca territorio y emboba a mis colegas, que se parten la caja con las barbaridades que atribuye a Me cago en mis viejos (se lo sabe, por cierto, de memoria). Yo también me río, para disimular, pero tendrías que verme el corazón partío, tío. Al final, sin pedir permiso a la piba, coge el libro y lo arroja a la papelera como el que se desprende de un moco. A toda la basca le parece un profe muy enrollado, muy guay, muy cool, y con muchos contactos, pues asegura que sus "amigos de EL PAÍS" le han revelado que bajo el seudónimo de Carlos Cay se ocultan varios autores, todos cortos de vista.
Ha encontrado un chivo, el tal Carlos Cay, sobre el que descargar su mala leche literaria
Regreso a la pensión hecho mierda y me quedo un rato en el salón, viendo la tele junto a la patrona y la chica dominicana, que comparten un canuto de maría, huele toda la casa que te cagas. Cuando me lo rutan, paso del peta, por el recuerdo de las antiguas pálidas. Para aliviarme, me vuelvo imaginariamente invisible, y llego, no sé cómo, a la casa del profe, donde le meto por el culo, uno detrás de otro, los dos volúmenes de Me cago en mis viejos.
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