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Columna
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Mentira

La película más atrevida de Mia Farrow, esa actriz que parece un pájaro sacado de una película triste, o melancólica, no tiene guión, o este lo ha escrito un juez y se llama La historia de una mentira. Más o menos. Ella se ha atrevido con el papel de contradecir a Naomi Campbell, cuya poderosa presencia en las pasarelas se enfrenta ahora al descrédito de haber obtenido brillo de manos de un felón.

El guión de esta historia da vergüenza, vergüenza propia, además. Porque si no hubiera sido porque en esta jungla de mentiras, orquestadas desde lo más oscuro de la ambición humana, había gente muy famosa, nunca hubiéramos sabido tanto de esos diamantes de sangre con los que traficaba Charles Taylor, el dictador liberiano que quería lavar su imagen posando con Nelson Mandela.

Ha bastado el testimonio tembloroso de Mia Farrow, ante unas cámaras que le producen más pavor que las que la miraron actuar en el pasado, para que el enjuague organizado por la defensa de la modelo se desmoronara en medio de un nerviosismo que recuerda momentos estelares de la serie El abogado, de formidable recuerdo.

Hablábamos aquí el lunes de los programas que han de perpetuar la actualidad para hacerla historia, como Informe semanal o como el programa de Sistiaga. Aquí tenemos, extraído de un juicio sobre crímenes contra la humanidad, un ejemplo máximo de testimonio sobre la vileza que reside, recóndita, en los pasillos del poder, y no siempre del poder más oscurecido. Llama la atención que la gente recuerde ahora tan poco lo que hicieron Bokassa y sus cómplices internacionales. Acaso porque este escándalo nos halla lejos de aquel tiempo y los protagonistas de aquella memoria abyecta están ya fuera del juego.

Lo que aquí se muestra es la execrable hipocresía internacional, lavada gracias a los diamantes que sirven para desayunar con más confort los horrores conocidos. Los horrores estaban. Este programa judicial arranca grandes cuotas de audiencia porque en él hay famosos; si no, el horror seguiría dormido en los legajos. A los famosos, por cierto, también les llega su sanmartín, y ahí los vemos, deletreando ante los jueces los apellidos que todo el mundo se sabe de memoria.

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