Para el ardor de boca
Dicen los sabios de la Escuela de Salerno en el prefacio de su Regimen Sanitatis: "La espinaca es buena para el ardor de la boca, / I comer espinaca amarga va bien a los estómagos ardientes".
La historia o la leyenda adjudican la creación de la primera escuela de medicina del mundo, allá por el siglo IX, a cuatro mentes preclaras: el griego Pontus, el árabe Adela, el judío Helimus y el latino Salernus, que justo en Salerno (Italia) juntaron sus saberes, que eran -nada más y nada menos- aquellos que provenían del clásico mundo griego representado por Hipócrates, Galeno y Dioscórides, añadidos a los de todos los que fueron sus alumnos y traductores en los imperios que les siguieron.
La espinaca se consume cruda o cocida, en ensaladas o con bechamel
Desconocemos lo que es el ardor de boca, aunque conocíamos bien -hasta el advenimiento del omeprazol- lo que era sufrir de estómago ardiente, exceso de ácido que ahora sabemos combatían nuestros mayores con la ingesta de la planta quenopodiácea antes citada, la cual ha quedado en la actualidad, y para estos menesteres, relegada al consumo de los adictos a las medicinas alternativas que en mundo existen.
Nuestros descreídos contemporáneos, sin embargo, ahora las comen solo por su rico sabor y porque están llenas de vitaminas, fibra e hidratos de carbono, lo cual las convierte en muy aconsejables para el tránsito intestinal y poco más; ni siquiera los niños las consumen para ser fuertes como Popeye, porque es sabido que su contenido en hierro no es de la magnitud que aseguraba el héroe del cómic.
Cultivada todo el año está en sazón en la época más fría, y se consume en crudo o cocida, formando parte de ensaladas y guisos con bechamel, o cocinadas con mantequillas para de esta suerte acompañar a las carnes de aves y otros mayores animales como la vaca. En nuestra cultura las cocemos y comemos sin más aparato que el aliño de aceite y vinagre, o sofritas con ajos, o formando parte indispensable de las llamadas empanadillas vegetales, siendo así que no llevan el habitual ingrediente del atún.
Mucho le deben las espinacas a Ferdinand Carré y Charles Tellier, avisados ingenieros que no dudaron -entre los años cincuenta y ochenta del siglo XIX- de las posibilidades que proporcionaba el frío para la conservación de los alimentos, dando lugar a los congelados que ahora conocemos, y a los que nuestra verdura se somete con fruición y gran éxito, siendo así uno de los productos que más se expende en ese gélido estado. Aunque no es extraño ese comportamiento, habida cuenta que -cuenta la tradición- bolitas de las hojas de esta planta, bien cortada y después cocida y prensada, se vendían como rosquillas en los mercados del más profundo Medievo, siendo sus principales comensales aquellas personas a las que sus muchas obligaciones no les permitían demorarse en hacer sofisticados y complejos platillos, o aquellos otros, como los estudiantes, cuya economía pasaba por una frugal y rápida colación.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.