Unos chocos en un clásico de La Antilla
El chiringuito de Lolo Pelayo es un clásico de La Antilla (Lepe, Huelva). Su dueño, que da nombre al local, lo abrió hace 33 años. El encargado, Juan Rueda, de Pruna (Sevilla), lleva 25. La combinación de familiaridad en el trato y su ubicación, en una inmensa playa de arena dorada y fina, resultan claves. Pero los fritos, su especialidad, son realmente el secreto de su éxito: puntillitas, acedias, adobo, salmonetes y, sobre todo, sus reclamados chocos.
Es viernes y el reloj marca las 16.20. El calor es sofocante en el exterior, pero las cañas que adornan el local, lo convierten en un refugio. "¿Todavía se puede comer?", pregunta alguien. "Pues claro, aquí se puede siempre", responde un atento encargado. Con un gesto, mueve a dos camareros a preparar una mesa y, muy dispuestos, acercan al cliente las piezas de pescado, que es otra de sus especialidades (sobre todo lenguado y corvina), para que elijan el tamaño y comprueben su calidad. A la lista de platos más solicitados se suman el marisco (navajas y coquinas), las sardinas asadas y los tomates aliñados con mucho ajo, que los comensales degustan a pie de barra o en mesas.
Todavía queda gente devorando segundos platos y, algunos, enormes porciones de sandía y melón. Han venido de Madrid, País Vasco, Cáceres y Málaga. Antonio Irurtia, de San Sebastián, duda un buen rato antes de responder que en su tierra, la cocina es también exquisita, "pero el clima no tiene ni punto de comparación". Cuenta que cuando vuelva, a finales de agosto, "estará lloviendo y me deprimiré". Su cuñada, Maru Rodríguez, de Sevilla, le acompaña en la mesa y resalta la tranquilidad que siente al "tener un ojo" en sus dos hijos mientras disfruta de unas sardinitas. "Ellos corretean y se divierten y nosotros podemos quedarnos aquí un rato más", afirma mientras su marido, madrileño, descansa en una tumbona a pocos metros del chiringuito. "Hemos comido almejas, chocos y atún", detalla Irurtia, satisfecho.
En una mesa próxima, una pareja de clientes malagueños opta por un arroz con marisco. "Nos gusta visitar sitios nuevos y probar lo típico de cada provincia", dicen irradiando felicidad.
Los manteles son de plástico, con cuadros azules y blancos. Pero no es el glamour lo que prima -aunque el lugar tiene encanto-, sino la calidad del producto. "Todo el mundo repite porque les gusta lo que comen", subraya Pelayo, con el mandil puesto.
Y lo que beben. Para hacer bien la digestión, la carta ofrece seis tipos de whisky -desde Dyc a Cardhu-, siete marcas de ron, cuatro de ginebra, otras tantas de brandy y todo tipo de licores.
La atención, lo dice Lolo Pelayo y lo constatan los clientes, es de calidad. Más de 15 personas trabajan para el propietario de un chiringuito al que pueden acudir, según sus cálculos, entre 100 y 150 personas diariamente. Una cifra que en fin de semana se eleva hasta rozar los 350 comensales. El negocio, visto así, funciona. Lo admite su dueño, al que se le escapa un suspiro y da literalmente gracias a Dios porque centenares de turistas recuerden lo sabrosos que son sus chocos y decidan volver a comerlos cada vez que van a La Antilla.
Los precios son más que asequibles y nunca, nadie, tiene prisa. "Eso es lo mejor", valora un cacereño con las manos apoyadas en el abdomen y a punto de quedarse dormido. Desde las mesas, se puede observar cómo, a poca distancia, los acalorados veraneantes van moviendo las sombrillas, siguiendo el sol, como si fueran girasoles.
Para los "adictos" a la naturaleza incluso hay mesas y sillas colocadas literalmente en la playa. En el chiringuito de Lolo se puede disfrutar de una ración de sardinas con los pies enterrados en la arena o pasándole el cubo con agua y la pala a los niños.
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