Cigala obtiene la doble nacionalidad
El cantaor de Lavapiés ejerce de porteño irreprochable en su acercamiento al tango
Difícil este maridaje entre tango y flamenco en el que se ha embarcado Diego El Cigala para su reciente proyecto mestizo. Difícil porque se trata de dos lenguajes de genealogía distante, por mucho que en última instancia ambos aborden, como explica el gitano de Lavapiés, "las pequeñas tragedias humanas que suceden por la noche". Tanto da: abonado a las audacias que solo pueden asumir los muy talentosos, Cigala se ha marcado un disco entero agitanando los sonidos del arrabal porteño. Y le ha salido bien porque el sobrino de don Rafael Farina es muy valiente, pero de incauto no tiene ni un pelo. Ni uno de sus infinitos mechones ensortijados.
Espigado y hecho un pincel se nos personó Diego Ramón Jiménez Salazar, con su traje de cuero negro y esa camisa de un blanco nuclear que ni Cristiano Ronaldo. Estiloso, sí, pero con su Cigala & Tango recién llegado a las tiendas, 2.100 personas escudriñándole cada movimiento y nervioso como un chiquillo en la comunión. No hacía falta acreditar un cursillo de psicología urgente para reparar en los carraspeos espasmódicos; en cómo Diego apuraba, con gesto ensimismado, ese brebaje reparador de gargantas cuando la voz remolonea y no se enseñorea en las explanadas lunáticas de la Casa de Campo.
Su canto no incurre en aspavientos, sino en el hechizo de quien fascina
Cigala aliviaba la hemorragia de sudor con su toalla negra, como la del amigo Michel Camilo, pero parecía comportarse como ese defensa central que prefiere ceder la pelota al portero antes que arriesgarse a levantar la mirada. Así aconteció un arranque timorato (Garganta con arena, Las cuarenta) hasta que para El día que me quieras compareció la guitarra criolla de Juanjo Domínguez y al madrileño empezó a entrarle el aire en los pulmones. Ahí fue que nos reencontramos con el cantaor libérrimo y desprejuiciado, con el hombre que suelta la voz y lo hace bonito, con el quejío que cobra cuerpo y se nos amotina en la boca del estómago. No era el suyo un canto que incurriera en aspavientos, sino en el hechizo de quien fascina, casi en voz baja, a un auditorio pendiente de cada giro, espasmo o jadeo.
Domínguez, uno de esos guitarristas tan clásicos que se cuelgan el instrumento a la altura de la corbata, engrandeció Soledad o Los hermanos, de Atahualpa Yupanqui, con Cigala ya gustándose y jugueteando con cada estrofa, dueño de una herencia trascendental, sabia y callejera. Bordó este insólito Diego bonaerense aquellas Nostalgias que ya popularizara Dyango, muchas décadas atrás, y se doctoró en argentinidad en cuanto convocó a Néstor Marconi, depositario de un bandoneón punzante y malherido que vertió su dolor sobre Sus ojos se cerraron, de Gardel, y la inmortal zamba Alfonsina y el mar.
Para trazar la bisectriz entre las dos escuelas, Cigala no siempre se atreve a sonar ni flamenco ni austral, así que se abona a ese tenue jazz latino con el que viene haciendo fortuna desde aquellas Lágrimas negras vertidas en compañía de Bebo Valdés. Pero lo mejor sucede cuando manda a paseo las equidistancias y se arrima a uno u otro bando. A Diego no le queremos para la carrera diplomática, sino para hurgar en las heridas mundanas (nocturnas o en horario de radiación ultravioleta). Por eso sonó tan emocionante Tomo y obligo, otro clásico de Carlitos Gardel que él abraza, absorbe y exprime como si su infancia hubiera transcurrido en las aceras del barrio de San Telmo. Qué grande lo de Diego, el oriundo. Y qué urgencia la de arreglar el papeleo para que le concedan a este hombre la doble nacionalidad.
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