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Columna
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Alégrame el día

Tuvo que ser una premonición. Elvis Costello, en declaraciones a EL PAÍS nada más llegar a Galicia, comentaba el proyecto de un nuevo disco diciendo: "Tendrá más instrumentos que el anterior. Incluso meteremos cuernos". Tras ver la gloriosa actuación del gafotas inglés en la Quintana el martes pasado, se entiende la intención: aquello, salvo un acordeón, era un muestrario de instrumentos de cuerda. Nada que objetar, pues, a los "cuernos" que Costello pretende meter en su nuevo disco. Sin embargo, quizá estemos ante un lapsus de traducción. "Horns", en inglés, quiere decir efectivamente "cuernos" pero, en música, es la manera coloquial de llamar a una sección de viento. Nada que objetar. Todo está bien. Se entendía perfectamente lo que quería decir el buen hombre y fue claramente una premonición: al día siguiente (o sea, ayer miércoles) se prohibían las corridas de toros en Cataluña.

Con los argumentos que se usan en favor de los toros, se dejaría vender heroína a pymes en crisis

Se mire por donde se mire, el acontecimiento es histórico. La decisión del Parlamento catalán no hace sino reafirmar el hecho de que allí prácticamente no había corridas, pero eso no le quita importancia al asunto. Como hubiera dicho Adolfo Suárez, se trataba de elevar a nivel parlamentario lo que ya era normal en la calle. Los últimos intentos de evitar la crónica de una muerte anunciada fueron inútiles. Mariano Rajoy -que es gallego y, por lo tanto, poco taurino por pura estadística- criticó duramente la libertad de voto que el partido socialista había dado a sus parlamentarios. Bien es cierto que la tibieza del PSOE empieza a ser proverbial y que hubiera sido más honrosa la disciplina de voto: prohibición y punto pelota. Pero precisamente esa libertad de voto es la que ha dado la victoria a la razón y el seny (el sentidiño, diríamos aquí).

El argumento económico en contra de la prohibición no se ha sostenido nunca. Según ello podríamos legalizar las ejecuciones públicas (de humanos) retransmitidas en pago por visión que, con toda seguridad, tendrían un éxito sin precedentes. O podríamos fabricar Zyklon B para vendérselo a algún dictador del Tercer Mundo. O, ¿por qué no?, permitir el tráfico de heroína para las pymes en crisis. Todo esto sería mucho más rentable que el negocio que supuestamente generan las corridas de toros. Y decimos supuestamente porque no hay corrida que no esté subvencionada con los impuestos de todos los ciudadanos. El negocio claro que es redondo: el ayuntamiento, la comunidad autónoma o quien sea, me paga todos los gastos, en nombre de la Fiesta Nacional, y yo me quedo con la recaudación en taquilla, que no es precisamente una bagatela. Un chollazo.

Las últimas notas de la canción desesperada que entonó Mariano Rajoy en la víspera de la crucial decisión catalana (nada que ver con Elvis Costello) fueron: "No se puede obligar a nadie a ir a los toros pero tampoco se puede prohibir a nadie que vaya". Esto también está desafinado. Seguro que hay quien considera las peleas de gallos y de perros un espectáculo fascinante (y otro buen negocio) pero están prohibidas y sanseacabó. Y el argumento, días atrás, de una ecologista catalana era demoledor. No tienen los aficionados porqué dejar de ver corridas: hay miles grabadas en video y en cine y, por si fuera poco, están los grabados de Picasso y de Goya. ¿Quién no pagaría una fortuna por ver un espectáculo de gladiadores o de leones devorando cristianos en el circo romano? Mala pata: los romanos no tenían la tecnología adecuada.

Como dice Lois Corvera (pintor y sin embargo amigo) esto es importable: Galicia es dónde y ahora es cuándo. No hay que dejar pasar la oportunidad de dar al sentidiño una oportunidad, valga la redundancia. Poco van a valer los argumentos económicos para que no se debata la prohibición en el Parlamento gallego. Casi todo el dinero que pueden generar las escasas corridas de toros que se celebran en Galicia se va fuera. Hacer de la sangre un espectáculo es algo muy feo y ahora tenemos la oportunidad de quedar como duques.

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Sólo un apunte final. Hemos sido tan correctos, tan educaditos y tan moñas en nuestros argumentos que, sólo por una vez, habrá que ser un poco brutos: ¡a joderse, carallo!

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