PROYECTO DE BESO
Yo tenía dieciséis años y aún no sabía lo que era un beso en la boca. En otras cosas era adelantada para mis años: ya era bachiller y asistía a la universidad. Cometí el error de confesarle mi carnal inocencia a una compañera de curso. Sin que yo lo supiera, corrió la voz. El número de chicos que me invitaron a salir aumentó de un día al otro. Ignorando que se disputaban mi primer beso, me sentí halagada. Pero entonces, David me invitó. Lo esquivaba desde el inicio del curso. Iba siempre vestido de negro: chamarra y pantalones de cuero, el cabello color rubio rojizo peinado al estilo punk, aretes en las orejas y en la nariz. Manejaba una motocicleta. Su apariencia, sumada a sus comentarios en clase, me inspiraba cierto temor. Pensé negarme, pero acepté. Me seducía la idea de montar en motocicleta.
De jeans, el pelo atado hacia atrás, lo esperé sentada en las gradas de la residencia estudiantil. Llegó sonriente. Me acomodé detrás de él en la moto. Forzosamente debía abrazarlo y apretarme más a su espalda a medida que él aumentaba la velocidad. Me gustó eso. Por la ciudad corría un río sobre cuya ribera oeste se extendía un parque. Allí me llevó. El aire de la noche entraba por mi blusa y bajo mis manos sentía el calor y los latidos del corazón de David. Él bajó la velocidad al pasar por un grupo de coches aparcados bajo unos cipreses. A cierta distancia, se estacionó. Conversamos sobre mi país. Quería saber cuál era la diferencia entre vivir allí o en una ciudad como Boston. ¿Qué es lo que más te gusta de EE UU, me preguntó? Los batidos de chocolate, le dije. Me encanta el chocolate. Hagamos un trato, me dijo, tu cuentas mañana que estuviste estacionada conmigo frente al río y yo te llevo a tomar el batido de chocolate más espeso que jamás hayas probado. Me pareció un trato sospechosamente fácil. ¿Qué hay con eso de estacionarse aquí?, pregunté. Sonrió pícaro. Me tomó de la mano y me indicó silencio con el índice sobre los labios. De puntillas, me condujo a la ventanilla trasera de uno de los coches. De la ventana entreabierta emanaban gemidos entrecortados. Bajo la pálida luz de las luminarias, vi piel desnuda y el rostro de una chica con los ojos cerrados, el cabello rizado tirado hacia atrás, la espalda arqueada. Comprendí. Me alegré de que David no pudiese ver mis mejillas o percibir la carrera de mi corazón. Accedí al trato.
Subimos de nuevo a la moto. Condujo a un drive-inn donde ordenó sendos batidos de chocolate. Salimos con nuestras bebidas al estacionamiento. Me retó de nuevo: Sopla aire por la pajilla, me dijo. Lo intenté sin éxito. Se rió de su triunfo. Es imposible, exclamó. Dale, sigue intentándolo. Se subió a la moto de espaldas al timón, yo me acomodé a mi vez. A horcajadas, frente a frente, riéndonos traviesos, pasamos mucho rato soplando en el batido. El calor derritió lento el helado. Poco a poco el denso líquido subió hasta nuestras bocas inundándolas de un inquietante, espeso, sabor a chocolate.
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