Deep Purple toma el califato
El histórico grupo británico de rock duro recrea el sonido de los años setenta y da un toque provocador y nostálgico al Festival de la Guitarra de Córdoba
Ver para creer. El Festival de la Guitarra de Córdoba llega a la 30ª edición y ha contado con la presencia de unos bárbaros: Deep Purple. Hay actuaciones que convocarán a masas mayores -está previsto que Mark Knopfler llene la plaza de toros el próximo domingo- pero lo del quinteto de hard rock imprime carácter.
Hablamos de un evento que comenzó en 1981, con un contenido exclusivamente flamenco: fue idea del guitarrista Paco Peña. Con el tiempo, se abrió hacia la guitarra clásica, el folclor hispanoamericano, el jazz, el blues, el rock. Ahora ocupa muchos recintos de la ciudad durante tres semanas de julio y, bajo la dirección de Ramón López, goza de un respetable presupuesto: dos millones de euros. Tiene actividades educativas -para más de 300 alumnos venidos de medio mundo- y acentúa su internacionalidad: las Jornadas de Estudio sobre la Historia de la Guitarra, en otras ocasiones consagradas a Andrés Segovia o Paco de Lucía, se dedican en 2010 al británico John McLaughlin, el mago de Shakti y la Mahavishnu Orchestra.
Hay gritos en el 'backstage'. ¡Qué escándalo, faltan los pomelos!
Los movimientos de Ian Gillan evocan a un turista en noche de 'karaoke'
Pero lo de Deep Purple aporta un punto decididamente provocador, como esos musulmanes que se empeñan en rezar en la antigua mezquita de la ciudad. Se trata de un grupo que quizás solo cuente con una canción universal -Smoke on the water- pero cuyo nombre sugiere excesos instrumentales, desfases entre los oyentes y, sobre todo, la capacidad de los egos para enmarranar un proyecto creativo. Las revistas de heavy se dedicaron durante años a detallar los ásperos enfrentamientos del primer guitarrista, Ritchie Blackmore, con el resto de sus compinches.
Todavía se lanzan pellizcos desde las entrevistas pero ya no coinciden en el circuito: Blackmore aborrece el rock, ahora cultiva una música pretendidamente medieval. Desde 2002, Deep Purple se mantiene estable: el guitarrista Steve Morse, el teclista Don Airey, el cantante Ian Gillan, el baterista Ian Paice y el bajista Roger Glover. Los tres últimos grabaron discos clásicos como In rock o Made in Japan, por lo que no se les discute la legitimidad.
Otros dirían que es un castigo: están condenados a tocar la música que hacían 40 años atrás. Arrugados, con achaques, disminuidos en sus facultades, pero obligados a las posturitas, los breves solos heroicos, la complicidad con el respetable. De ninguna manera crean que es una vida de fatiguitas. Deep Purple y su equipo, un total de 19 personas, viajan en un avión privado, mientras instrumentos y equipo se desplazan en un monstruoso camión morado. Y cobran por concierto unos 100.000 euros (más IVA).
El último álbum de Deep Purple salió en 2005: Rapture in the Deep. Cabe imaginar que han decidido que ya no compensan esos esfuerzos y se concentran en lo que nunca dejó de funcionar: el directo. Ya no están en el negocio discográfico y van por libre: nada de compromisos con la prensa, confraternización con los fans o saludos a las autoridades. Y eso que en el Ayuntamiento estaban intrigados por unas fotos de Deep Purple en 1968, donde el organista histórico, Jon Lord, llevaba un inequívoco sombrero cordobés.
Los músicos desaparecen en un hotel de cinco estrellas y retrasan todo lo posible su presencia en La Axarquía, un grato teatro al aire libre. Julio en Córdoba, hay que protegerse: uno de los técnicos foráneos sufre un golpe de calor y queda fuera de combate. Desconozco si es su práctica habitual pero ni se presentan a probar sonido, con la excepción del teclista: Don Airey parece disfrutar tocando en soledad y se queda solo en el escenario, sin molestar a nadie, escuchándose por auriculares.
Mientras anochece, se alzan gritos en el backstage. Son escenas de la consabida batalla entre las exigencias del rider de los artistas y la realidad de las tiendas locales. Qué escándalo: faltan los pomelos y un tipo de leche habitual en el Reino Unido pero no en Andalucía. Pequeños detalles que los visitantes usan para apretar las tuercas a los organizadores. Estos se vengan recordando los caprichos de las estrellas: "A veces, los peores son los artistas más rojos. Un Charlie Haden o un Silvio Rodríguez te exigen limusinas y las mejores suites de hotel". Se palpa la tensión entre las agencias internacionales y los promotores hispanos: "Han oído algo de que España tiene problemas económicos y exigen cobrar por anticipado, aunque lleves años pagando religiosamente".
El público nada sabe de esas guerras. Cuatro mil personas han soltado 45 euros (38 en venta anticipada) por el lujo de experimentar algo parecido a un concierto de Deep Purple en 1972. No, seamos sinceros: ahora suenan más limpios que entonces. Cierto que Ian Gillan cumple malamente con los agudos; su lenguaje corporal evoca a un turista en noche de karaoke. Sin embargo, los instrumentistas han perfeccionado su labor. En el corazón de la banda habitan eclécticos músicos pop de los sesenta que contribuyeron a codificar el vocabulario del rock duro. Su carrera inicial tuvo cierto paralelismo con la de Led Zeppelin pero el mercado ha impedido evolucionar a Deep Purple. Conscientes de lo que se espera de ellos, apenas se despistan; se desahogan interpolando citas de clásicos ajenos, de Work song a Goin' down.
Los "nuevos" son instrumentistas todoterreno que alardean de sus habilidades digitales, sin atreverse a revisar radicalmente el repertorio sagrado: esto no es el No quarter, de Jimmy Page y Robert Plant. Y los asistentes tampoco se quejan. Olviden los tópicos sobre el público heavy: la de Deep Purple es una tropa multigeneracional, donde escasean los uniformes de tribu urbana. No hay rastros de la beligerante testosterona que marcaba en otro tiempo los conciertos duros: de hecho, la presencia femenina se acerca al 40%. Una multitud agradecida y educada: ni siquiera un corte de sonido, hacia el final, logra interrumpir la comunión. Hasta los múltiples dioses de Córdoba parecen complacidos: sopla una mínima brisa por la colina de La Axarquía.
Las claves de una institución del rock duro
- Púrpura no tan oscura. En 1968, se publica su debú, Shades of Deep Purple. Con Hush, una sosegada versión de Joe South, estos británicos consiguen cierto éxito. Será por su evolución posterior por lo que se les considerará el preludio del heavy metal.
- Una formación mutante. Los cambios en sus filas han sido habituales. Originalmente contaban con el teclista Jon Lord, el batería Ian Paice y el líder y guitarrista Ritchie Blackmore.
- Mejores y más duros. Su tercer álbum suena más complejo y rotundo. La consagración llega con In Rock (1970). Temas impecables como Child in time o Black night les llevan al terreno del rock duro, donde se mueven con clase y fuerza. El cantante Ian Gillan y el bajista Roger Glover completan la que fue su alineación más aplaudida.
- Smoke on the water
, buque insignia. Machine Head (1972) incluye un himno imprescindible, Smoke on the water. Cualquiera que haya cogido una guitarra ha intentado emular la amenazante intro de este clásico.
- Made in Japan
(1972). Uno de los álbumes en directo más alabados. Obra maestra desde Highway star hasta Space trukin.
- Idas y venidas. En 1973, Gillan y Gover dejan el grupo. Al poco, abandona Blackmore. Tras un amago de separación definitiva, vuelven ocho años después. Los Purple de 2010 son Paice, Gillan, Glover, Steve Morse y Don Airey.
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