Esa isla comprendida y amada
Entre las imágenes más perdurables del apoteósico regreso a casa de los héroes, a pesar de momentos sonrojantes como el de Manolo Escobar legitimando en la traca final el sentimiento común con su impresentable himno ¡Que viva España!, existe una entrañable. Es la de un chaval con síndrome de Down, alegría pletórica, mimado por los jugadores, y que según he leído a los euforizantes gritos de ¡Viva España! respondía con un sensato y conmovedor ¡Viva mi padre! Su orgulloso y entregado padre se llama Vicente del Bosque. Aunque este señor elegantemente normal no se prodigue en aspavientos ni en fraseología hueca, imaginas el gozo que debía sentir al compartir públicamente con su disminuido y feliz hijo la celebración de una victoria tan hermosa, tensa y merecida.
Es terrorífico cuando define el cerebro de María como un universo de ruido
El documental María y yo se zambulle en el universo de una criatura discapacitada, marcada por esa temible dolencia llamada autismo. Dustin Hoffman consiguió el Oscar metiéndose en la piel, el cerebro y el corazón de un autista en la aclamada Rain man. Los productores aún deben de seguir dando palmas por el río de dinero que les reportó esa historia de problemática hermandad con conveniente final feliz. Algo que no ocurría en la trágica relación con el mundo de una madre y su hijo autista en la desgarrada Mater amantísima, la película que confirmó el enorme talento histriónico de la muy joven Victoria Abril. En María y yo, modélicamente dirigida por Félix Fernández de Castro, sales razonablemente contento, sensibilizado ante una enfermedad de la que los profanos sabemos muy poco o solo nos guiamos por lo epidérmico ("ir por ahí con María es como ir con Madonna, las miradas de todo el mundo se detienen en ella, en unas veo cosas que me gustan y en otras no", dice con naturalidad su padre), con la sensación de que los genéticamente perdidos y aislados pueden encontrar refugio, comprensión y comunicación están protegidos por el amor, el conocimiento y la paciencia.
El padre de esta chica, coprotagonista y narrador de este documental se llama Miguel Gallardo, dibujante de una leyenda destroyer e inmarchitable llamada Makoki y del grupo salvaje que le acompañaba en sus aventuras sin ley ni reglas, la pandilla de frikis paleros, fumetas y cerveceros compuesta por Morgan, Emo, Cuco, el Buitre Buitaker, una fauna delirante que imagino sigue proporcionando risas a las nuevas generaciones. No hay huellas de esa personalidad feroz en la delicadeza, la naturalidad, la ternura, la protección, la generosidad, los miedos, el aprendizaje, la complicidad, el sacrificio que establece este hombre con su hija. Algo transparente también en la madre de María, en sus educadores, en el entorno en que esta cría ha tenido la fortuna de crecer.
Su padre utiliza su arte con el lápiz para plasmar la vida de su hija, sus afectos, sus irrenunciables y salvadoras rutinas, sus obsesiones, su guía por el mundo a través de los para ella inolvidables nombres de la gente que ha conocido. Nos habla de su entusiasmo cotidiano ante la comida, la desarmante obligación que impone a los demás de que la aplaudan cuando cree hacer algo bien, su amor a la bruja de Blancanieves, su negación monocorde ante lo que no le gusta. Es terrorífico cuando define el cerebro de María como un universo de ruido y confusión, como si estuviera permanentemente delante de 20 televisores que emiten 20 canales distintos. Es inquietante y lírica la comparación que hace de su hija con una isla a la que solo puedes acercarte unos instantes cuando baja la marea. Te fascina el interminable y grato éxtasis de esta niña jugando con los granos de arena. María y yo es tan emocionante como didáctica. Es algo que no he visto ni oído antes. Mis sensaciones ante ella son parecidas a las que me provocó el admirable documental Las alas de la vida, retrato de Carlos Cristos, aquel inolvidable superviviente.
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