Días de fútbol
Para los que tenemos cierta alergia a las retóricas nacionalistas y a las exaltaciones patrióticas, los días de éxitos deportivos son a la vez una pesadez y una gratificación. La pesadez de tener que aguantar este "nosotros" insoportable que se repite en los medios de comunicación y en la calle, y el griterío que despliegan los voceros nacionales. Los ruidos de acompañamiento de un éxito de la selección española o de un triunfo del Barça, en tanto que representante de Cataluña, se parecen como dos gotas de agua. Las únicas diferencias son de matices idiosincrásicos: más expansivos y descarados los voceros españoles; más graves y trascendentales, los catalanes. La gratificación de verificar el carácter regresivo del discurso patriótico, exaltaciones melancólicas de una homogeneidad perdida. Afirmación desesperada de un sustrato arcaico que ya solo se reconoce en el deporte.
El discurso del nosotros es particularmente patético: por lo que tiene de excluyente y por lo que tiene de verbalización de la impotencia. Todos los españoles con la selección, todos esperando la victoria, vamos a ganar. Se trata de hacer impensable que alguien no comparta este deseo. Es decir, no solo se excluye a los miles de ciudadanos que prefieren que gane otro, sino que ni siquiera se les concede el derecho a voz: la negación de la unanimidad carece de significado. La virtud del fútbol -como penúltimo depositario del patriotismo- es que el discurso es tan directo, tan brutal, que hace emerger el fundamento enormemente simplista de la retórica nacionalista: somos los mejores. Pero al mismo tiempo, y ahí está buena parte de su éxito, es la voz de la impotencia social, en lo colectivo y en lo individual. En lo colectivo porque la sobreactuación patriótica es señal de duda: feliz casualidad que los éxitos del Mundial hayan coincidido con un auto del Constitucional que repite y reitera la indisoluble unidad de la nación española. Algunas dudas debe haber sobre su solidez cuando hay que reafirmarla con tanta insistencia. En lo individual, porque este nosotros permanente de los locutores deportivos: estamos jugando de maravilla, el partido es nuestro, hemos metido un gol, es una transferencia para que los ciudadanos puedan vivir como éxito propio lo que es un mérito exclusivo de los jugadores que están en el campo. Es curioso que una sociedad tan dada a la exaltación de los triunfadores haga del mérito de los futbolistas un éxito conseguido gracias al compromiso de todos.
A este discurso socializador del éxito, este año se ha incorporado un nuevo elemento: la conversión de los jugadores en amigos y familiares de todos: son como tu hijo, podríamos verle en las comidas familiares, es el vecino de al lado. En un momento de crisis manifiesta de instituciones como la familia y de una economía de la productividad y el consumo que aísla a los ciudadanos y rompe vínculos comunitarios, el fútbol es la penúltima entelequia. Personajes extraordinariamente bien pagados y especialmente dotados para ser competitivos trazan un espacio comunitario virtual, como una nube que va y viene por encima de la cruda realidad del dinero y de la quimera del éxito, del que ellos mismos son exponentes.
Durante algún tiempo los intelectuales miraron con desdén el fútbol: otro opio del pueblo. Ahora se ha puesto de moda lo contrario: exaltar las virtudes estéticas y cívicas del fútbol, y construir la correspondiente poética. Siempre he sido aficionado al fútbol. Estoy convencido de que el fútbol ejerce una función social importante. El estadio es un vomitorio social por el que se evacuan y subliman grandes dosis de violencia presentes en la sociedad. A través del fútbol se resuelven simbólicamente batallas entre países, aunque la victoria futbolística ayuda más a la resignación que al fortalecimiento para envites posteriores. Barack Obama le pidió a Joseph Blatter, el presidente de la FIFA, ideas y ayuda para desarrollar el fútbol en Estados Unidos -tierra que se le resiste empecinadamente- porque pensaba que podía ser un acicate de promoción social para los jóvenes afroamericanos.
Hay muchas razones a favor del fútbol con su guión de dramatismo e incertidumbre que atrapa a los aficionados. Pero no por ello hay que negar la realidad de un tinglado que de juego solo tiene las apariencias: mueve un montón de dinero e intereses y está gestionado por unos señores empeñados en no hacer nada para que los árbitros no se equivoquen. Por algo será. Resulta enternecedor oír a los líderes políticos que los españoles, con lo mal que lo están pasando, merecen la alegría de un Mundial. Más claro, el agua.
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