Del realismo sucio al talento sin etiquetas
Todo artista, como todo actor, detesta que lo encasillen. Jayne Anne Phillips (West Virginia, EE UU, 1952) también. Pero lo cierto es que cuando el perspicaz Bill Buford la incluyó en la antología de nuevos narradores americanos, a la que dedicó el número 8 de la revista Granta en 1983, Dirty Realism. New Writing From America, la encasilló, junto a Tobias Wolff, Richard Ford, Elizabeth Tallent y el maestro Raymond Carver, en una ficción realista, localista y minimalista dedicada a transcribir "low-rent tragedies about people who watch day-time television", oprimidos por el consumismo y la soledad cotidiana como sus narradores lo estaban por el laconismo, la elipsis y cierta ironía distante.
Alondra y Termita
Jayne Anne Phillips
Traducción de Gabriela Bustelo
y Miguel Martínez-Lage
Duomo. Barcelona, 2010
315 páginas. 19 euros
Buford acertó de pleno señalando entonces su talento, pero Phillips forcejeó de inmediato para crecer como escritora y eludir el encasillamiento, y de aquella crónica social que publicó junto a su fotografía de adolescente de la página 34 del número de Granta queda muy poco en Alondra y Termita (2009), su magnífica nueva novela, la cuarta, finalista del National Book Award, prodigio de sensibilidad; queda si acaso el drama doméstico que un día le dio carta de naturaleza al realismo sucio, y la pasión por los detalles, por las palabras connotadas, por la querencia al fraseo breve y por el mecanismo mismo de la escritura, no en vano, como señala en su último libro, "intentar escribir es un proceso de por vida muy cercano a un ejercicio espiritual".
La madurez le viene dada a Alondra y Termita a través de la voluntad de redimir la densa austeridad del realismo sucio en el que jamás quiso militar abriendo las ventanas del relato para que entre en él el aire puro de la poesía y de las voces trenzadas de cada conciencia expresándose libremente en una polifonía que atraviesa los límites del tiempo de la mano de la simultaneidad y la reminiscencia, sin ataduras de narrador intermediario, liberadas a veces en una verbalidad acelerada como la prosa beatnik de Kerouac, y en monólogos tan hermosos como transparentes que proceden, como los saltos en el tiempo y la prosa lírica, de William Faulkner, presente en la novela, cotraducida por cierto por Miguel Martínez-Lage, avezado traductor de ¡Absalón, Absalón!, por los ecos constantes de El ruido y la furia, en el hervidero emocional y moral en el que se debate una familia descompuesta que trae a los Compson a la memoria, en el personaje de Termita -el joven discapacitado y cercano al autismo que refleja el mundo con el mismo espejo roto y el mismo caleidoscopio de imágenes, sonidos, ensueños, sinestesias y significados inconexos con el que lo reflejaron Benjy y los entrañables deficientes mentales de Carson McCullers-, en el retrato desde perspectivas múltiples de una familia desestructurada de los años cincuenta (hijos de distintos padres abandonados por la madre; Alondra, como Caddy, asomándose a la sexualidad y a la vez ejerciendo de madre amantísima de su hermano Termita; insondables secretos de paternidad), y en el protagonismo y la sofisticación de la técnica -transcripción del habla oral, distintos puntos de vista móviles, éckfrasis, narración y diálogos en tiempo real- depurada hasta límites poco comunes en un mercado actual en el que muchas veces la prisa devalúa la prosa.
A Phillips, como a Faulkner y a McCullers, que escribió en El sueño que florece "me convierto en los personajes sobre los que escribo y bendigo a Terencio, que dijo 'nada humano me es ajeno", le importa por encima de todo el comportamiento del individuo, el del heroico pero malogrado soldado Leavitt, padre de Termita, bajo la presión de la guerra atroz de Corea y en el metafórico túnel de la conciencia y el ciclo vital, el de Lola, madre de Termita y de Alondra, bajo la presión de la guerra sucia de la vida, el de Nonie, hermana de Lola, bajo la presión de la guerra fría de una familia herida por la diáspora sentimental que padeció, y las emociones fluyen por las páginas como el agua que inunda la casa familiar de West Virginia, o que cae sobre los arrozales de Corea del Sur, los dos lugares entre los que bascula este deslumbrante y conmovedor relato, soberbio homenaje a la narrativa como medio de expresión de la intimidad. Jayne Anne Phillips se sienta ante el mismo escritorio en el que trabajan McCullers, Duras, Munro, Ginzburg o Lorrie Moore, comprometida como ellas con el sagrado oficio de escribir. Alondra y Termita es una novela inmensa, que los manuales de narrativa contemporánea le vayan buscando un sitio de privilegio.
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