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El atolladero de Afganistán

La descolonización dejó unas fronteras a las que rápidamente se acomodaron las élites dirigentes de los nuevos Estados. Además, la lucha por la independencia forjó movimientos nacionales allí donde no existían. Ya en 1893 la línea Durand, que delimita la frontera entre Afganistán y Pakistán, había dividido el territorio de los pastunes. La partición de 1947 entre India y Pakistán no remitió el irredentismo pastún que, en las zonas tribales, siguió alimentando las complicidades con sus homónimos afganos. Así, mientras las fronteras poscoloniales se consolidaban en Oriente Próximo, y la guerra contra Irak por la ocupación de Kuwait en 1991 demostró que cualquier intento de modificarlas estaba destinado al fracaso, los confines afgano-paquistaníes (AfPak) siguen inmersos en una inestabilidad estructural.

Nueve años después de la ocupación, los objetivos no se han cumplido. Siguen los talibanes y Al Qaeda
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La situación en AfPak es un quebradero de cabeza para las tropas de la International Security Assistance Force (ISAF), 119.500 efectivos (21 de junio de 2010), en su mayoría estadounidenses (78.430) y con un notable contingente español (1.415, el onceavo de 46 países). Nueve años después de la ocupación, los objetivos de la Administración de Bush no se han cumplido: los talibanes siguen operando en las dos terceras partes del país; no se ha vencido a Al Qaeda cuya dirección, debilitada y con escasa capacidad operativa, se refugia entre Kosht (Afganistán) y el Waziristán Norte (Pakistán) protegida por el clan Haqqani; ni se han cumplido las promesas de reconstrucción y democracia. Por el contrario, la corrupción mina al Gobierno de Hamid Karzai -reelegido bajo sospecha y con la complicidad de criminales de guerra-; el total de desplazados y refugiados ha crecido exponencialmente, a la par que el rechazo a la ocupación extranjera y el cultivo de opio (8.000 toneladas en 2008). Afganistán figura, pues, entre las principales preocupaciones del presidente Barack Obama, que pretende, no ya ganar la guerra, sino poner fin al conflicto incrementando en 30.000 efectivos la presencia estadounidense y cerrando Guantánamo.

En su discurso de El Cairo (junio de 2009), Obama afirmó que "ningún sistema de gobierno puede ser impuesto por un país a otro". Ni una palabra sobre la democracia en Afganistán como pretendía Bush. Sobre el terreno, las diferencias son menores. En contra de la evidencia (el total de bajas de la ISAF era de 1.070 hasta febrero de 2009 y de 1.883 hasta junio de 2010) y, a pesar de intentar minimizar los "daños colaterales", el argumento militar sigue considerándose prioritario y abarca también a las zonas tribales de Pakistán.

Para salir del atolladero hay que contar con todos los actores y con los países con intereses en la región (Rusia, China y Pakistán) y desactivar el conflicto de Cachemira entre India y Pakistán. Y debe hacerse sin dinamitar la ya de por sí frágil estabilidad de Pakistán, cuyo arsenal nuclear descontrolado supondría una grave amenaza. Se trataría, por un lado, de aislar a Al Qaeda, que ha perdido apoyos, porque el 11-S ultrapasó la yihad defensiva favoreciendo la invasión de Afganistán y porque su antichiísmo y la adopción del takfir, que convierte en infieles y permite atentar contra otros musulmanes, son rechazados por otros grupos radicales; y, por otro, de llegar a un acuerdo con los supuestos talibanes moderados. Pero, el precedente de la medición saudí en las frustradas negociaciones de Karzai con líderes talibanes en 2008 y el acuerdo paquistaní de febrero de 2009, que permitía instaurar la sharía a cambio de la paz civil en las regiones tribales, no invitan al optimismo. Dicho acuerdo fue aprovechado por los talibanes, cuyos atentados habían obligado a trasladar las rutas de aprovisionamiento de la ISAF al norte de Afganistán, para ampliar su campo de acción.

El problema es, pues, dónde se fijan las líneas rojas de un acuerdo para poner fin al conflicto y comprender la complejidad de un escenario que se ha convertido en refugio y campo de batalla de grupos radicales. La reunión del 25 de marzo entre Staffan de Mistura, enviado especial de Naciones Unidas en Afganistán, con dirigentes de Hezb-e-islami, el partido de Gulbuddin Hekmatyar -aliado de Washington contra el Ejército Rojo y luego de Al Qaeda y los talibanes-; la reconsideración de una gran operación en la provincia de Kandahar, y la sustitución de Stanley McChrystral por David Petraeus, con amplia experiencia en Irak, presagian un cambio de estrategia.

Sin embargo, conviene aprender del pasado y recordar que en Afganistán el uso exclusivo de la fuerza costó a los británicos casi 16.000 bajas entre los soldados y civiles que abandonaron Kabul en enero de 1842 para alcanzar India; y que, el 15 de febrero de 1989, los últimos soldados soviéticos dejaban atrás más de 15.000 compañeros muertos desde 1979. Y recordar asimismo que la invasión de Irak dio ventajas a Al Qaeda, que disminuyeron cuando se permitió a los iraquíes decidir parcialmente su futuro.

En suma, esta es una batalla que se juega también en el interior del islam, donde la confrontación de valores resulta más eficaz que el uso exclusivo de la fuerza, en el campo de la reconstrucción -la democracia es también una categoría socio-económica- y en el de la libre decisión de los afganos.

Antoni Segura es catedrático de Historia Contemporánea y director del Centre d'Estudis Històrics Internacionals (CEHI) de la Universidad de Barcelona.

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