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Columna
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Verano S.A.

El verano sólo fue de verdad cuando éramos muy jóvenes y no teníamos un duro. Vaqueros gastados, camiseta de algodón, un par de libros en la mochila. Carretera y manta. ¿Se acuerdan? Una puerta abierta en el tiempo y ahí estamos ustedes y yo con el pelo revuelto de salitre sentados en cualquier playa alrededor de una hoguera hecha con madera de deriva, pescaditos fritos, el juego de la botella giratoria, las historias de miedo, los pies descalzos en la arena. Apuesto a que todavía recuerdan el olor de la marea, el silencio roto sólo por el crepitar del fuego, las risas lejanas de una pareja paseando por la orilla. Lo impecablemente misteriosas que eran las noches de entonces, cuando la felicidad todavía era una categoría filosófica y no un indicador socioeconómico más, como el PIB o el número de dentistas por cada mil habitantes.

Las primeras constituciones burguesas hablaban de la felicidad como una aspiración democrática. La idea no estaba nada mal, el problema es que la palabra happiness en su acepción anglosajona tiene un significado de prosperidad ligado fatalmente al concepto de beneficio. Por eso desde que los descendientes de los Pilligrim Fathers llegaron a Wall Street no se admite más alegría que la de un balance bien cuadrado. Y punto. Menos mal que existen otros lugares donde la religión calvinista no traspasó la frontera de los placeres paganos: los gritos de un partido de fútbol entre críos en la calle, el acento suave de una niña de once años leyéndole el periódico a su abuelo en una mesa llena de ropa para planchar, entrar en una habitación en el preciso momento en que la tele retransmite un concierto de la Orquesta Sinfónica de Londres, cambiar la llanta de una bici en un garaje lleno de trastos, merendar pan con chocolate y cosas así.

A lo mejor les parece frívolo que les hable del veraneo con la que está cayendo, pero aunque no lo crean, capear la crisis es más una cuestión moral que económica. Venimos de una historia muy trajinada para tirar la toalla a la primera de cambio. Aquí no se rinde ni Cristo. Ya las hemos pasado canutas antes y conseguimos salir adelante. Estamos jodidos. Vale. Ya lo sabemos. Adiós al crucero por las Islas griegas, se acabó el cenar fuera de casa y el pagar el alquiler del apartamento. Pintan bastos.

Pero a lo mejor, miren por dónde, resulta que estamos a punto de pasar el mejor verano de nuestras vidas. Sin pareo de Carolina Herrera, claro, ni bañador de Calvin Klein. O sea como Dios. A pelo, con los tejanos de toda la vida en algún lugar de por aquí cerca con pan de centeno o sésamo y cerveza bien fría y queso fresco y sillas plegables y risas de críos en un pinar soleado, cerca del mar, que es la eternidad que nos queda más a mano.

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